No recordaba cómo se hacía un avión, pero solo pude reconstruir su imagen: calvo, pelo a los costados, anteojos de marco fino gris, ojos negros y profundos, y labios invisibles debajo de un bigote tupido. La imagen de un avioncito está atada a él: Maximino. Y así se llama mi avión.
Googleé: cómo armar un avión de papel. Elegí el video más corto, quería algo sencillo, que podría haber hecho de niña, cuando Maximino, el marido de mi tía Chicha, me lo explicó.
Los pasos: para garantizar el vuelo hay que usar un papel que no sea demasiado grueso, hacer muy bien las dobleces, que las esquinas queden puntiagudas, no redondas, y regular el peso con dobleces por la mitad del papel.
Le temblaban las manos, y eso me daba pena. No parecía tan viejo como para temblar tanto. Por eso le decía, “Alcides, ya te entendí, no te preocupes, yo sigo”, para que dejara de hacerlo.
Después, mientras sigo el tutorial al pie de la letra, recuerdo los barcos. Esos no me los olvidé y cada tanto los practico. A los pocos segundos ya tenía un avión, y un minuto más tarde el segundo, y después el tercero.
Los probé, y solo el primero funcionó, el que hice pensando en Maximino.Y al que para probar, le doblé las alas dos veces. Las cosas deben tener un nombre, pensé. Parte de su vida, aunque sea minúscula, recuerdo borroso, quedaba en ese avión y en ese momento estaba ahí.
Le pongo ojos, le pego stickers de moscas, pájaros, dragones, y otros animales que vuelan. Ya tiene personalidad, es un avión vigoroso.
Abro la ventana que da al patio común. Entra el viento que se acumula y arremolina por las torres de alrededor. Desde hace varios meses no la veo, incluso preferí tener la persiana cerrada para evitarla, aún cuando pierdo la vista del patio común. Tengo miedo de que aparezca, pero miro hacia los costados y no está. La puerta de su casa sigue teniendo la jota. Las cosas tienen nombre, por eso su jota de es Jodida.
Entonces el brazo toma envión, el avión toma fuerza y lo desprendo de mi mano. Siento la adrenalina de la infancia. “Ojalá llegue lejos”, pienso.
El vuelo es corto, patético, apenas planea sobre la rosa china y centímetros después cae en picada sobre la hortensia. Pienso que otros aviones hechos de poesía estarían volando largo y profundo por Rosario, quizás perdiéndose en las alturas medias de la ciudad. Otros, del otro lado del Río de la Plata, estarían cayendo en el patio de un vecino niño, cargado de promesas de amistad. Algunos apenas volarían la distancia de un living de metros promedio en algún barrio porteño, o viajarían cruzando una avenida sobre el tránsito pesado de regreso a casa; o planearían por algún barrio de la ciudad. El mío, apenas había alcanzado un metro. No hacía sombra. Y ahora lo tenía que ir a buscar con la dignidad en cero.
Miré por la mirilla de la puerta. Abajo, nada. En la puerta J, ni señales. Salí, y lo levanté. Descarté los otros dos, pero a éste no lo iba a tirar.
Subí las escaleras y llegué a la terraza. Recordé al hombre pájaro de Haroldo Conti, Basilio Argimón. “Un salto y otro salto y otro. Antes del borde Argimón ya estaba en el aire”. Pensé en cómo se estrellaba contra el techo del Hotel Unión, y en cuanta terquedad.
Maximino tomó el impulso de mi propia fuerza y planeó.