Extraña paradoja: avanzo en el tiempo, me acerco al presente y la memoria se vuelve más quebradiza, minúscula, imprecisa. Recuerdo, entonces, o creo recordar, unas paredes pintadas que gritan NO A PINOCHO, que no, que no tienen nada que ver con aquel muñeco de madera que ansiaba tener un corazón verdadero, le dice el padre a Camilo, que se debe a un dictador asesino que probablemente hubiese preferido no tener corazón. Entonces, Camilo se da cuenta de que no sabe absolutamente nada de Chile, salvo por esa canción que canta Mercedes Sosa y que es de una poetisa chilena cuyo nombre se le escapa. Camilo no sabe más que una serie de equipos que juegan esa Copa que rinde homenaje a San Martín y Bolívar, clubes de nombres extraños en muchos casos. Sabe tan pero tan poco de Chile, salvo que aún tiene una dictadura que, escuchó una vez en el bar del Japonés, Manfredotti asegura que es muy exitosa, un verdadero modelo, porque le va bien en términos económicos a diferencia de los militares argentinos. Por eso, Pinochet sigue en el poder, aunque acaba de perder un plebiscito y va a presentar a su ministro de Economía como candidato a presidente. Todo eso repite siempre Manfredotti, mientras el resto acumula odio.
Camilo quiere ver el anfiteatro donde se hace el festival de Viña del Mar, pero con sus viejos sólo recorren la Quinta Vergara. El agua es tan fría, tan azul, y lo asombran los funiculares de Valparaíso, con esos ascensores que permiten subir los cerros y regalan una gran vista del océano Pacífico. Esa noche duermen en una casa de familia, son tan educados, tan hospitalarios, tan serviciales, tan silenciosos, que incomodan. Al día siguiente se mudan a un hotel. El padre pasa una y otra vez por las casas de cambio, para calcular la conversión de los australes al dólar y de ahí a los pesos chilenos, y viceversa, y el cambio no es favorable, para nada favorable, y todo se vuelve cada vez más caro, hora a hora, con la devaluación del austral, que es mejor acortar el viaje y saltar al día siguiente otra vez la cordillera para regresar al suelo patrio. Todo podría ser el mismo suelo patrio, se podrían fusionar la selección argentina y la chilena, podrían sumarse algunos buenos jugadores chilenos a la selección campeona del mundo que el año próximo debe defender la copa en Italia. Mira por última vez la playa chilena y le gusta el paisaje montañoso combinado con el mar.
Observa las mujeres con uniforme negro y ribetes blancos y cofias que llevan a los niños ricos hasta la costa y los vigilan mientras hacen sus castillitos de arena y se mojan en el mar y las olas rompen a la altura de sus rodillas. Nunca había visto en la costa argentina a niñeras vestidas de niñeras cuidando a los niños en la playa. Esa imagen impacta en su mente y se queda impregnada y no se olvida, tanto que queda resonando e irrumpirá vívida unos años después, cuando ya en la secundaria, vea una escena muy similar en las playas de Pinamar.
Observa el estallido de colores en las arpilleras que venden los artesanos en la feria que está cerca del anfiteatro donde se hace el Festival de Viña del Mar. Los rostros tejidos, la potencia de esos rostros, de esas manos, de esos puños cerrados que están dispuestos a saltar de las arpilleras y volver a la vida después de tantos años de silencio. Camilo insiste tanto, tanto, tanto, que logra que sus viejos le compren un pequeño tapiz de un rostro aindiado y un puño cerrado sobre los colores de la bandera chilena. Ay, ese tapiz es tan bonito que luego se lo llevará a Buenos Aires cuando vaya a estudiar a la universidad y lo acompañará en varios departamentos, hasta que finalmente se pierda o, estimo, pase a juntar polvo en alguna zona un tanto deshabitada de la casa natal. Pero hay algo en ese telar, cierta pujanza, que aún hoy resuena en la memoria de Camilo, en mi memoria, y trato de reconstruirlo, con indudable torpeza, en estas líneas.
Saltan otra vez la cordillera y San Luis no es otro país: su capital es similar a la de las otras provincias. Plaza, gobernación, iglesias, escuela, Banco Nación. Quiere un helado de Massera, una tulipa de Massera, que está sobre la peatonal, a tres cuadras del hotel. Aprovecha la ausencia de su hermano Mateo, aprovecha que es casi hijo único y no quiere cualquier helado, no acepta ni siquiera un cucurucho, exige una capelina con tres bochas, de dulce de leche granizado, chocolate suizo y cereza a la panna, y lo rocía con unas salsas de chocolate y frutilla. Sus viejos prefieren no comprar helados ahí y se van rápido a tomar un café a un bar cercano. Compran varios diarios y revistas y se vuelven al hotel.
Ya es casi la medianoche y Camilo lee un libro en la habitación y espera que sus padres apaguen la luz y se duerman, y se acerca despacito para no despertarlos y agarra una revista caída en el suelo y se la lleva a la cama. La tapa lo sacude. No hay chicas en bikini en las playas argentinas y uruguayas, sino otros cuerpos desnudos, sangrientos, masacrados, y pasa las páginas y cada foto es más cruenta, más brutal, esos jóvenes tirados de forma ordenada sobre el asfalto, bajo la mirada de militares uniformados, esos jóvenes que son sangre y carne quemada, y pasa las páginas y ve más y más cadáveres jóvenes en el asfalto caliente de ese regimiento. Una palabra que desconoce: copamiento. Y una sigla que sí había visto muchas veces pintada con cal blanca en el paredón de ladrillos al lado de la panadería que está en la calle San Martín, a mitad de camino entre la escuela y la casa. Tira la revista al suelo, no puede seguir mirando esas imágenes, necesita vomitar, llorar en silencio, aturdido, no comprende qué pasó, solo sabe (y teme) que volverá a estar días, semanas, meses, sin poder dormir, con esas imágenes que lo acecharán, que volverá a su mente toda vez que cierre los ojos e intente dormir, será una pesadilla recurrente, los ojos abiertos y muertos de esos jóvenes lo mirarán y le harán un pedido que no entenderá. Y quizá estas letras, estos intentos de memoria, tampoco alcancen para entender nada de aquello.