Cuando fuimos el futuro
61.
Por Manuel Barrientos.
En la radio analizan las diferencias entre la resignación y la renuncia. El columnista asegura que la resignación es la aceptación con paciencia y conformidad de una adversidad o de cualquier estado o situación perjudicial. La renuncia, por su parte, significa abandonar voluntariamente una cosa que se posee o algo a lo que se tiene derecho. Comentan que ambas palabras pueden ser, a veces, utilizadas como sinónimo, pero que, en realidad, tienen acepciones distintas y precisas.
Es un martes 13. Para ser más exactos: martes 13 de junio de 1989.
El eco de esas palabras llega al baño, donde Camilo se prepara para ir a la escuela. Afirman que la hiperinflación y la devaluación constante, que los saqueos y las ollas populares, que el corazón ofrecido y los bolsillos que han devuelto, tornaron la situación insostenible y que el presidente ha tomado una decisión de gran responsabilidad institucional al anunciar la salida anticipada de su cargo. Su renuncia. Su resignación, corrige el columnista político, con una risa más amarga que socarrona.
Un grano en el medio de la frente, un grano horrible, con un punto amarillo verdoso coronando el pequeño volcán rojo. Ahí, bien a la vista de las compañeras y los compañeros de la escuela, de las vecinas y los vecinos del barrio, bien visible para todos. Camilo mira con distancia al pibe que está en el espejo. Se lleva las manos a la cara y trata de apretar de a poco, intentando que el dolor no crezca de modo abrupto. Siente en sus dedos el calor de esa montaña cónica a punto de estallar. Como un faquir de la pampa húmeda, presiona con más fuerza y el dolor aumenta, y lo sumerge en un estado de ensoñación. El columnista dice que el presidente entrante pediría asumir unas semanas más tarde que el 30 de junio anunciado por el presidente saliente. Y, que, en todo caso, podría tomar posesión del cargo de forma interina el titular provisional del Senado. Es decir, ni más ni menos que el hermano del mandatario entrante.
El volcán erupciona.
La pus estalla contra el espejo, hay esquirlas de ese líquido espeso y amarillento en todo el vidrio. Por la frente cae una pequeña gota de sangre. El frío de junio invade el baño, y Camilo comienza a tiritar, busca un toallón que lo recubra. Cierra los ojos y piensa en el verano. Sus padres le insisten para que abandone su habitación, para que disfrute del sol, para que se meta en la pileta. Ya terminó la primaria, ya dejó atrás cualquier posibilidad de formar parte de una colonia de vacaciones.
Tomá aire, te va a hacer mal a la vista leer tanto, basta, levántate, dejá la cama, vení con nosotros al club, un poco de agua y de aire libre te van a hacer bien. Escuchá lo que te decimos (sus padres cuando lo retan siempre hablan en plural, incluso aunque cualquiera de los dos esté solo), seguí leyendo si querés, pero salí de tu habitación, traé el libro al club, ni siquiera te pedimos que te metas a la pileta, que juegues al tenis o al fútbol, que socialices con tus amigos. Pero tomá aire, tomá sol, sentate debajo de un árbol a leer.
Los amigos de sus padres elogian el día, el sol, el clima, el agua, los árboles, y Camilo lee y lee y lee, sigue con Julio Verne, con Mark Twain, con Louise-Marie Alcott, con el diario, con las revistas, con cualquier objeto que tenga a mano y contenga palabras impresas, hay un pájaro que no para de trinar y lo desconcentra y los amigos de sus padres interrumpen y le ofrecen torta y cremona, pero él solo quiere seguir leyendo, la única torta que le interesa es un pastel de fresas del Día de Acción de Gracias que está preparando Jo con sus mujercitas, con sus hombrecitos, en esa edición abreviada de Billiken.
Entonces, emerge, un deseo. Un deseo claro, redondo y preciso. Un deseo urgente. Camilo querría que alguien inventara ya un colectivo de dos pisos, descapotable, con reposeras, que lo pasee por toda la ciudad, que el sol vuelva su piel tostada para cumplir con el pedido de sus padres, que el movimiento del colectivo genere el aire fresco que le piden tomar, y así leer, leer, leer, sin interrupciones, en el piso de arriba de ese ómnibus descapotable con una biblioteca gigante a su entera y única disposición, en ese colectivo autómata que lo pasea, que habita en soledad, mientras termina un libro y empieza otro en un sinfín de literatura. En un sinfín de libros, sí. Y de sol y aire fresco, también.