Un viejo álamo
Por Martina Dentella
Estamos a 25 kilómetros del árbol. Veinticinco kilómetros nunca recorridos.
Hace dos años lo intentamos, pero volvimos después de diez minutos de baches y pozos profundos. Por eso, esta vez, estamos de prestado y a los saltos arriba de una camioneta.
Después de una sequía arrasadora, la tierra y el campo este otoño se ven más ocres y tristes. La aridez se huele y se siente en la piel. Las pocas vacas que cruzamos en el camino pastan fardos. Están flacas, muy flacas. Y entre las hileras de la cosecha mecánica se agrieta la tierra, no queda casi nada por juntar.
A quince kilómetros de la ciudad, perdemos la señal, aunque el camino es solo uno, y seguimos avanzando.
Entonces vemos venir a un hombre en una moto que nos hace señas y frenamos.
-¿Vieron a un chico en una moto?
-Mmmm, no.
-Iba solo, teníamos que encontrarnos en el camino a la una.
-Son las tres.
-¿Cuánto falta para Chacabuco?
-Veinte más.
-¿Cuánto falta para el árbol?
El hombre no escucha. Se baja el casco, levanta la mano y sigue su recorrido. Es la única alma que cruzamos por el ancho camino a Bragado, este sábado de mayo, cuando hace 47 otoños que a Haroldo Conti lo secuestraron.
Seguimos la ruta y saco La balada. Empiezo a leer, y entre salto y salto, confundo algunas palabras. Pienso cómo un cuento puede representar algo distinto cada vez. Vamos al encuentro de un árbol, y el paisaje sigue ocre, idéntico en cada paso, a excepción de algunos montículos de tierra, algunas plantas agrupadas, algunos que decidieron no arrasar.
Entonces recuperamos la señal y nos damos cuenta que estamos más cerca de Bragado que del árbol, y pegamos la vuelta a los saltos. Veinte kilómetros de más en una tierra cuarteada que nos exige bajar el paso. Volver, revisar.
Una camioneta que conduce un hombre con boina, un niño y un perro. Hacemos señas y frenan.
-¿Sabe dónde está el álamo?
-¿De dónde vienen?
-De allá (hacemos señas hacia el camino)
-¿Y cuánto avanzaron?
-Apenas un kilómetro.
-Entonces falta.
-¿Cuánto falta?
-Si llegan a ver ese brazo verde, esa rama, la única que cae sobre el camino, ese es el viejo álamo. Hay más gente. Estuvieron cerca.
Seguimos confiados y hartos de esperar. Se acelera el corazón y el cuerpo como un caballo que llega al establo, cuando hace más de una hora que salimos.
Llegamos y un hombre-árbol encarna La balada. Bajamos del vehículo y lo escuchamos:
Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.
De cerca, no es más que un árbol, y sin embargo, es metros y metros de prosa continua. Respira, crece hacia el camino, solitario. Es cuestión de prestar atención.
Habían bailado, y cantado, y contado alrededor de él y ahora estaba encendido, con el calor de quienes no olvidan.
De cerca, es un árbol, y uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.