Cuando fuimos el futuro
60.
Por Manuel Barrientos.
Camilo quiere hacer la secundaria en el Nacional, como la mayoría de sus compañeros de escuela, quiere seguir con ellos, pero no está dispuesto a enfrentar la decisión familiar. El Parroquial es el colegio que le han elegido sus padres, el colegio al que fue Mateo. Allí su padre dio clases de derecho, allí su madre hizo la primaria y la secundaria y fue maestra durante casi una década. Ninguno de su división va a ir al Parroquial, hasta el Vasco va a ir al Nacional. Y así se va aislando, preparándose para la separación, se queda horas y horas leyendo, en aquel sótano, esperando la llegada de Mateo para las vacaciones de invierno, el reencuentro con su hermano, ansiando que caiga con las revistas de rock y los casetes, las últimas novedades, que le cuente los recitales, la vida en Buenos Aires y la universidad.
La única instancia de sociabilidad que le interesa es estar con la Nona, pasar horas y horas jugando a la canasta, disfrutando de sus tortas, viendo con ella las películas viejas del cine argentino, las comedias de Niní Marshall y Luis Sandrini, de Pepe Arias y de Pepe Iglesias, o clásicos como Dios se lo pague. Ese es su único refugio en la vida real, el único lugar que le brinda certezas, tibias, como las de ese bizcochuelo recién salido del horno, que espera húmedo sobre la mesada, tapado por un repasador, que espera a que la Nona y Camilo terminen esta mano de canasta, en la que le ha tocado un comodín y que sin dudas puede ganar, aunque ahí, cuando está solo con la Nona, no le importa ganar ni perder, el único deseo es que la partida se prolongue, se vuelva interminable, se extienda hasta la llegada de la noche.
Todos sus compañeros y sus compañeras, desde hace varios meses, tienen una obsesión: el viaje de egresados a Carlos Paz. Significa la posibilidad de estar solos, sin los padres, de manejar dinero, de hacer excursiones, de corretear de noche por el hotel, de saltar de habitación en habitación y, sobre todo, de ir al boliche, a un gran boliche, con bolas de espejos, con luces, con música nueva, de la que suena en Buenos Aires, y bailar con las chicas, acercarse a las chicas, a los chicos, dar los primeros besos, o los segundos besos, y quieren que haya baile de la espuma, que haya máquinas de humo y música muy fuerte y luces embriagadoras, porque no, no los dejan tomar alcohol, para eso aún tienen que esperar, pero pueden salir de noche y volver bien tarde al hotel y comenzar a disfrutar de los perfumes de la noche, pero no de los naturales, sino de los perfumes nuevos, de las colonias, de aquellos que esperan que se vuelvan parte de sus vidas cotidianas en los años siguientes. Ese viaje significa dejar el guardapolvo blanco y las mochilas y los boletines y dar el paso a la secundaria. Es el paso previo a la entrega del título, a la fiesta del egresado. El viaje a Carlos Paz es un rito de pasaje.
Camilo sólo piensa en que, con el dinero que le darán sus padres, la Nona, el tío Agustín, se podría comprar una revista Súper Fútbol, la edición especial que sale mensualmente, que tiene entrevistas extensas y notas profundas y un dossier con la historia de un club y todos los planteles completos, año por año, torneo por torneo. Y un póster doble.
Ahí está, arriba del ómnibus, con sus compañeras y sus compañeros, con destino a Carlos Paz, con la Súper Fútbol en la mano, leyendo una nota sobre el fútbol en Etiopía, en la que el periodista cuenta que usa la palabra Maradona como contraseña mágica para ingresar a cualquier tipo de lugar. Y trae un póster doble de Blas Armando Giunta, la nueva estrella de Boca, que viene de Europa luego de su paso por el Ciclón.
De vez en cuando Camilo interrumpe la lectura y se suma a los cantos pícaros, excitados, inocentes, de sus compañeros, que exigen al chofer que apure el motor, o que pongan entre todos cinco lucas para comprarle una peluca, que insultan a otras escuelas o enaltecen la propia, que revelan algún incipiente, algún deseado, algún imposible romance entre los pasajeros. Pero su mente está fija en la Súper Fútbol, la lectura es su refugio, el periodismo le permite escapar de los deberes de un adolescente, lo llevan a ser un periodista que hurga en archivos polvorientos para encontrar fotos de planteles de los años 40, 50, de aquellos años en los que se filmaban películas como Dios se lo pague, o cualquiera de Niní Marshall o de Pepe Iglesias, o lo llevan a ser un reportero que recorre Etiopía y utiliza la palabra Maradona para escapar del peligro o, mejor aún, para entablar diálogo con los locales, para conocer todo sobre aquel país tan lejano, a tanta distancia de este micro que lo lleva a Carlos Paz, pero que en realidad lo saca de la escuela primaria, lo despoja de su infancia.