Llego al texto, que en verdad es un discurso, a través del libro En prensa (1955-1976), que publicó Ediciones Bonaerenses. Gracias a un trabajo de investigación sobre las colaboraciones y publicaciones de Haroldo Conti en diarios, revistas, folletines, la editorial da con esta charla que el diario Chacabuco replicó textual en la edición del 26 de noviembre de 1966.
“Un selecto y nutrido auditorio colmó anteayer el amplio hall de la Escuela Nº12, que siguió con evidente interés en el desarrollo del tema “Literatura y Vida”, abordado por el alumno de dicho establecimiento y laureado escritor Haroldo Conti. Esta conferencia formaba parte del programa de actos preparado con motivo de celebrar sus Bodas de Brillante la Escuela Nº 12”. Dijo Conti entonces: “Gracias a mis sabias maestras de la infancia, no solo en nombre de ese mal alumno que se vuelve desde el recuerdo y las contempla con cariño sino también en nombre de mis hijos, de mi mujer, de mis libros, de todo lo que vino después. Ustedes pusieron la alegría, yo puse la tristeza. En realidad, yo nunca salí de aquí”.
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Volvemos a casa. Llevamos bártulos nuevos, verduras, ropa, agua, pan, dos perras. La vida ambulante y un cielo de invierno frío, triste, estancado, nostálgico. En la mitad del camino, sentado en una esquina, un niño que no pasa el metro sostiene a su perro con una mano y un cartel con la otra. Leemos: vendo peras.
-Ale, da la vuelta
-No, dale, quiero llegar
-Da la vuelta
Volvimos. Leemos y miramos mejor. Eran piedras y las tiene a un costado. Unos cascotes de buen tamaño, ideales para una honda.
-¿A cuánto las vendés?
-A diez pesos, pero me quedan 4, treinta pesos si se llevan todas.
-Bien, cerramos en treinta.
De chicos, con mucha ilusión, vendíamos anillos de plástico o pulseras de mostacillas que hacíamos durante horas en la vereda. Entonces el niño no se cruza conmigo, sino con mi infancia. “Yo en cambio me miro y me reconozco en cada vieja cosa como si en verdad recién estuviese al comienzo de la historia, en los días sin sombra de la infancia, cuando cada cosa era del tamaño de mi alegría y la gente no envejecía jamás sino que simplemente era tal cual a sí misma”, dice Conti en 1966 en su escuela.
El niño agarra la plata, deja el cartel y sale corriendo. A media cuadra hay dos o tres chicos más que lo esperan para jugar. Subimos al auto tentados. Llegamos a casa, juntamos ramitas, prendemos el fuego, guardamos las cosas, calentamos el agua. Las perras corren afuera. Sobra el trabajo. La primera lluvia en meses. La llanura sigue ocre, pero los días se empiezan a extender. Vivir en la llanura no se parece a nada. Puro horizonte, algunos árboles, algunas casas. Intenté tirar de un hilo y seguir el razonamiento del niño, pero lo abandoné. Vendíamos pulseras para ir al kiosco. Pero lo que en verdad hacíamos era jugar el juego de los grandes. Acomodar la mercadería, poner el precio, discutirlo, organizar la producción, y poner las monedas de la recaudación en una cajita de madera. Los clientes: tíos, abuelos, algún vecino. Ale se sienta, toma un mate y me confiesa: le di los cuarenta, qué hermosa estafa.