domingo. 22.12.2024

A una conocida se le murió su perra. “Se le” murió, porque fue una parte de su vida. En sus redes escribió algo muy triste, que asumo, todos likeamos pasando rápido las palabras con terror a  pasar por esa. Mientras escribo miro de reojo a mi perra, y me paro a acariciarla. A veces la descuido pero ella siempre está ahí. 

 

Los perros en Chacabuco son parte del paisaje. Están afuera de las casas, de los bares, de los cafés, del boliche, en las plazas, en el Hospital, en los caminos rurales, en cualquier esquina. Siempre hay perros. También están en las redes, los que se pierden, los que no vuelven, los que buscan gente, los nacidos. Incluso en las fotos institucionales de la política. Se paran y posan, y co-gobiernan. 

Esta semana un perro se instaló en el barrio con cara de víctima, y en seguida alguien le acercó algo de comida, y otro le puso una capa. Entonces el tipo empezó a pasearse, encontró dónde dormir resguardado, y ya se hizo de acá, y en los locales comerciales lo dejan echarse a descansar. Un rato en un taller, otro en una librería, y otro en una agencia de seguros.

Lo bueno, es que a medida que la ciudad se llenó y se llenó de perros, cada vez más vecinos empezaron a ponerle el lomo al trabajo de cuidarlos. Muchos adoptan, les hacen un hueco en casas donde ya no entra nadie, y las protectoras trabajan a destajo para llegar a cubrir las demandas de todos, aunque no deberían, y tampoco alcanza. Son muchos. 

Son tantos en la calle, tantos reproduciéndose en cada rincón, en los barrios, en los campos. Son demasiados. 

Si uno camina durante la noche por la ciudad, no escucha ningún ruido. Nada. Hasta que algún rollo de pelos se levanta y te sigue, o te ladra. 

Ni hablar de los que están en la guardería, desahuciados por humanidad. Cuando una familia se decide, elige al más viejo, al cachorro, al más simpático, un chúcaro, al agresivo, al solitario. Se lleva un perro para toda la vida del perro y se lleva familia. 

Y la cuestión es que aunque cualquiera sepa más de perros, es evidente que esta vida de perros no funciona. 

Porque no hablan, pero te clavan los ojos.

No hablan, pero te siguen diez, doce, veinte cuadras solo si los mirás. 

Y no funciona porque son predecibles, desprejuiciados, agradecidos y hermosos. 

Cualquiera puede caer más de una vez en sus garras. 

Los que saben, dicen que la clave está en que dejen de reproducirse para no sufrir. Para no ser (y estar) de más. Para no pelear por un pedazo de pan y no tener una vida de perros.

Y para eso, hay un solo camino. 

A veces, cuando salgo con mis dos perras, muchos otros aparecen y entonces sobrevuela la culpa. Se les leen las intenciones. Bajan la cabeza, y la mirada, esconden las orejas y se deslizan unos centímetros hacia abajo. Y es mejor que no los mires. Son la desvergüenza. 

A este ritmo, no hará falta que los castren, la calle tendrá sus reglas. 

 

Ciudad de perros