Corre y corre y no ve el final, todo es una sucesión de plantas altas, de cañas, de choclos que lo golpean. Camilo escucha ruidos y avanza. Pero: ¿hacia dónde? No hay una meta, no hay una dirección, corre en línea directa en contra de los ruidos, en contra de los gritos, sin dejar de aferrar la bolsa de arpillera con los choclos robados.
¿O debo tirarlos, borrar toda evidencia y, cuando me atrapen, responder simplemente que corro, que sí, que simplemente corro, que es cierto que estoy en un campo que no es propio, pero que no estoy haciendo nada malo? No estoy haciendo nada malo, nada de nada, si hasta esta semana me he confesado y he ido a misa y he tomado la comunión, señor, señora, simplemente corría por el campo, jugaba, pero no quería robar nada, ni hacer ningún tipo de daño.
¿Dónde está el resto de los primos? ¿Dónde está Mateo, su hermano? Por qué lo dejaron solo, cómo terminó ahí, perdido entre los maizales, con esa bolsa de choclos que no se decide a tirar, que aferra contra el pecho, mientras los cordones se desatan. No tiene tiempo para agacharse, debe avanzar, a medida que corre el terreno se vuelve más y más oscuro, mira un segundo para arriba y el sol lo alucina, lo enceguece, lo aturde. El horizonte, sin embargo, está ahí, pegado a su vista, no es más que un conjunto de plantas de maíz.
Sigue, sigue, sin rumbo fijo, aunque ya no escuche más ruidos ni gritos, aunque lo único que rompa el silencio sea su propio andar, el ruido de sus piernas que quiebran las cañas tiradas en el piso, ya resecas, y su propio jadeo, su agitación desenfrenada, y el grito que siente en su conciencia, que le dice que lo van a atrapar, que debe tirar esa bolsa de choclos robados, a la que, sin embargo, se aferra.
¿Cómo es que se quedó solo? ¿Dónde estarán los demás?
El sol le pega de lleno en la cabeza, siente toda la piel reseca, el cuero cabelludo reseco. ¿Por qué no transpira? ¿Por qué el agua no brota de su cuerpo y lo humedece? Pierde una de las zapatillas. Ahora Camilo no es más que una cenicienta, que no quiere que esa zapatilla, cuando los dueños del campo la encuentren, calce en su horma. Ya no sabe cuál será el motivo por el que sus padres lo retarán. ¿Por haber robado los choclos, por haberse escapado, por regresar tan tarde? Está seguro que lo retarán, aunque prefiera esa reprimenda al castigo al que podrían someterlo los dueños del campo.
Que no me encuentren, que no me agarren, que no me atrapen, que no me encierren, que no me tengan a pan y a agua por varios días, ahí, tirado, en el granero.
¿Por qué se metió en este quilombo? ¿Por qué se quedó solo?
Corre, Camilo corre, aunque siente que el pie descalzo sangra y sangra, y el sol le percude la piel, y la chala de los maizales corta su pecho desnudo. ¿Dónde habrá quedado la remera? ¿Cómo perdió esa remera, la preferida, la última que le compró el tío Pedro, la camiseta de Boca con el diez del Chino Tapia en la espalda?
Corre, Camilo corre, como el tío Agustín del cuento de Conti. Ya pasó antes por ese lugar, pero todo es igual, el horizonte no es más que esa hilera homogénea de maizales.
Y, de golpe, un escopetazo, una bala que le hace un surco en la espalda, un rasguño grosero y caliente.
Camilo cae.
Perdió, sabe que perdió. En algún momento de la carrera perdió la bolsa de arpillera llena de choclos. ¿Qué le dirán los demás? Él era el responsable de llevar los choclos, de acercarlos hasta el campo de la abuela, ni eso le pueden encargar. Los pies sangran y está casi desnudo, solo tiene puesto un calzoncillo blanco.
Entonces, se pregunta, ahora que está tirado ahí, en el medio de la tierra, casi desnudo, con los maizales que lo resguardan, aunque sea unos segundos más, Camilo se pregunta: ¿Dónde estás Mateo? ¿Dónde estás, hermano?