11 de mayo de 2022, 12:09
Después de tantas amarguras, al tío Julio le tocaba una buena: Cafiero lo había designado subsecretario de Cultura de la provincia. Pasaba menos, mucho menos tiempo, en Chacabuco. Pero cuando estaba, no se perdía las charlas en el bar del Japonés y se lo notaba feliz. Lo llevaba siempre al Vasco, para tenerlo cerca. Tenía proyectos, muchos, y el aval del gobernador. Aunque no respondía a la misma línea que el Director General de Escuelas y Cultura -un tipo que venía de la Democracia Cristiana-, tenían una buena relación personal y varios objetivos comunes. Querían acercar la cultura a los barrios, mejorar y crear salas de teatro, estimular los grupos de arte comunitario, incrementar el financiamiento estatal a los colectivos artísticos, incentivar que la producción cultural hablara sobre la historia y las problemáticas locales, hacer festivales regionales, abrir talleres de teatro y música en las escuelas secundaria. El gran sueño del tío era la sanción de una ley que creara al Instituto Provincial de Teatro. También hablaba del proyecto presidencial de Cafiero para 1989, del salto a la Nación, de la necesidad de sacudir el polvo y desarrollar un Estado grande e inteligente, al servicio del pueblo. Ya no le interesaba –decía- ser intendente. Se sentía partícipe de un proyecto amplio y superador, que iba a dejar atrás a la Argentina de la dictadura, que iba a levantar las banderas históricas del peronismo y construir un verdadero Estado de bienestar, siguiendo el modelo de los países escandinavos, pero de verdad. La política va a volver a enamorar a los jóvenes, hay que perder el miedo y mirar para adelante, tirar todos para el mismo lado, porque somos un país grande y tenemos que ocupar el lugar que nos merecemos en el mundo, se envalentonaba el tío ante la mirada levemente escéptica del resto de la mesa del bar.
Camilo y el Vasco escuchaban y los fuegos se encendían en su interior y querían salir ya, en ese momento, montar a la bicicleta y recorrer el barrio, casa por casa, para explicarles a los vecinos, a todos y cada uno de ellos, que se venía un nuevo país de la mano de Cafiero, con pan, techo y trabajo, con cultura y educación. Se subían a las bicis y pregonaban la buena nueva, trataban de advertir sobre los peligros que se engendraban con el otro candidato peronista, ese impresentable caudillo riojano, que quería volver a una Argentina que había que dejar atrás. Se comían algún bizcochito de grasa, algún pedazo de galleta que les convidaban los vecinos, besaban a todos y se subían otra vez a las bicis a seguir predicando la biblia peronista como testigos de Jehová a pedal. Y los vecinos les gritaban “Cafiero” cuando los veían pedalear por las calles del barrio.
Estaban seguros, convencidos, comprometidos. Cafiero tenía que ser el próximo presidente, tenía que ganar la interna peronista y, luego, la elección general. Era el mejor. Era el futuro. Era la renovación. Había ganado las elecciones en la provincia más grande del país y había recuperado las esperanzas para el justicialismo.
Y ahí estaban, Camilo y el Vasco, hablando con los vecinos sobre el nuevo país que se venía de la mano de don Antonio. Todos querían un país serio, con un presidente en serio, con planes de largo plazo, con participación popular, con justicia social, con trabajo para todos. Y el que podía garantizarlo era Cafiero. Era el hombre que había ayudado a Alfonsín cuando los militares de las caras pintadas habían tomado Campo de Mayo, pero que también había sido muy crítico del presidente por los precios por las nubes, por el deterioro de los salarios, por las deudas pendientes de la democracia, con tanta gente sin casa, sin agua potable, sin cloacas, sin asfalto. Había que generar trabajo, crear empresas de verdad, generar desarrollo, tenemos que volver a ser uno de los diez mejores países del mundo, podemos volver a estar ahí en poco tiempo, las posibilidades están, solo hay que saber organizarnos, repetían usando las palabras del tío Julio.
Y los vecinos les respondían: la deuda externa sigue creciendo y los precios no paran de subir, y los salarios no suben de la misma forma, qué cara están la carne, la leche y el pan, y este señor se pelea con todos, con Bilardo, con el FMI, con la gente del campo, con todos. Todos decían que sí, que había que votar a Cafiero. Y les preguntaban qué sabían de esas cosas, si eran dos nenes todavía, seguro que los mandaron el papá o el tío. Y ellos respondían que no, que estaban seguros de que Cafiero era el mejor, que lo habían escuchado en la tele, que habían estado dos veces antes de que fuera gobernador, que Cafiero los había saludado y les había acariciado la cabeza. Y los vecinos se reían y les preguntaban si querían tomar algo antes de agarrar las bicis y ponerse otra vez a levantar tierra por el barrio.
Camilo y el Vasco no eran más que dos pibes que habían encontrado el arca perdida, no eran más que dos bicivoladores a favor del peronismo renovador.
Camilo y el Vasco escuchaban y los fuegos se encendían en su interior y querían salir ya, en ese momento, montar a la bicicleta y recorrer el barrio, casa por casa, para explicarles a los vecinos, a todos y cada uno de ellos, que se venía un nuevo país de la mano de Cafiero, con pan, techo y trabajo, con cultura y educación. Se subían a las bicis y pregonaban la buena nueva, trataban de advertir sobre los peligros que se engendraban con el otro candidato peronista, ese impresentable caudillo riojano, que quería volver a una Argentina que había que dejar atrás. Se comían algún bizcochito de grasa, algún pedazo de galleta que les convidaban los vecinos, besaban a todos y se subían otra vez a las bicis a seguir predicando la biblia peronista como testigos de Jehová a pedal. Y los vecinos les gritaban “Cafiero” cuando los veían pedalear por las calles del barrio.
Estaban seguros, convencidos, comprometidos. Cafiero tenía que ser el próximo presidente, tenía que ganar la interna peronista y, luego, la elección general. Era el mejor. Era el futuro. Era la renovación. Había ganado las elecciones en la provincia más grande del país y había recuperado las esperanzas para el justicialismo.
Y ahí estaban, Camilo y el Vasco, hablando con los vecinos sobre el nuevo país que se venía de la mano de don Antonio. Todos querían un país serio, con un presidente en serio, con planes de largo plazo, con participación popular, con justicia social, con trabajo para todos. Y el que podía garantizarlo era Cafiero. Era el hombre que había ayudado a Alfonsín cuando los militares de las caras pintadas habían tomado Campo de Mayo, pero que también había sido muy crítico del presidente por los precios por las nubes, por el deterioro de los salarios, por las deudas pendientes de la democracia, con tanta gente sin casa, sin agua potable, sin cloacas, sin asfalto. Había que generar trabajo, crear empresas de verdad, generar desarrollo, tenemos que volver a ser uno de los diez mejores países del mundo, podemos volver a estar ahí en poco tiempo, las posibilidades están, solo hay que saber organizarnos, repetían usando las palabras del tío Julio.
Y los vecinos les respondían: la deuda externa sigue creciendo y los precios no paran de subir, y los salarios no suben de la misma forma, qué cara están la carne, la leche y el pan, y este señor se pelea con todos, con Bilardo, con el FMI, con la gente del campo, con todos. Todos decían que sí, que había que votar a Cafiero. Y les preguntaban qué sabían de esas cosas, si eran dos nenes todavía, seguro que los mandaron el papá o el tío. Y ellos respondían que no, que estaban seguros de que Cafiero era el mejor, que lo habían escuchado en la tele, que habían estado dos veces antes de que fuera gobernador, que Cafiero los había saludado y les había acariciado la cabeza. Y los vecinos se reían y les preguntaban si querían tomar algo antes de agarrar las bicis y ponerse otra vez a levantar tierra por el barrio.
Camilo y el Vasco no eran más que dos pibes que habían encontrado el arca perdida, no eran más que dos bicivoladores a favor del peronismo renovador.