Cuando fuimos el futuro
46.
Por Manuel Barrientos.
Un Mercedes Benz nuevo, a toda velocidad, impactó por el lateral derecho al Gacel amarillo pálido que atravesaba con lentitud la ruta Nº7, con destino a la Escuela Nº 8. El Gacel cruzaba ese breve tramo de asfalto para volver a internarse en las calles polvorientas de la zona rural del partido de Chacabuco.
Los estudiantes esperaban a las seños afuera de la Escuela, con sus carteras y bolsos en la mano, con sus cuadernos y sus útiles, en el frío soleado que regalaba ese mediodía en el campo. Hasta que llegó la noticia. Las tres maestras ese día no iban a concurrir al establecimiento educativo porque habían colisionado en la Ruta Nacional Nº7, a la altura del Km Nº 209. Habían colisionado con ese Mercedes 500 SEC con motor V8 de cinco litros, aceleración de cero a cien en 7,44 segundos, caja automática de cuatro marchas, tal como se podía leer en las cartas de auto con las que Camilo jugaba hasta el año anterior, hasta que se le perdieron un par (ay, la gran tristeza fue que nunca pudo encontrar la baraja del Lancia).
Entonces, volvamos: ese Mercedes Benz plateado (la mejor carta del mazo) impactó al Gacel amarillo pálido (que ni siquiera estaba entre las opciones del juego de naipes) y las tres maestras terminaron en el hospital, haciéndose diversos estudios, radiografías y demás. Y la mamá de Camilo terminó con un cuello ortopédico.
El Mercedes Benz las impactó en la puerta trasera derecha, justo ninguna estaba sentada en ese lateral. Y el Gacel quedó todo abollado en la parte de atrás, como si fuera uno de esos vasitos plegables que pibes y pibas llevaban a la escuela. Así quedó. La sacaron barata, dijo uno de los médicos del hospital. Pudo haber sido una tragedia, agregó, y después lo repitieron estudiantes, padres y vecinos hasta el hartazgo. Podría haber sido una tragedia. Pero no lo fue. Aunque, al principio, Camilo pensó que eso había sido: una tragedia. Estaban comiendo con Mateo una tarta de jamón, queso y ciruelas disecadas que les había dejado preparada la madre. Digamos la verdad: se estaban puteando porque Camilo acusaba a Mateo de que se había tomado todo el jugo de naranja tang y escucharon el ruido del teléfono. Era el papá, que llamaba para avisarles que Violeta estaba en la clínica, pero que estaba bien, debía quedar en observación unas horas, hacerse unos chequeos de rutina, para cerciorarse de que, efectivamente, no tenía nada. El resto de las maestras también estaban bastante ilesas. No había que preocuparse, la habían sacado barata.
Mateo colgó y le repitió a su hermano menor esas palabras, pero Camilo no le creyó, pensó que le estaba mintiendo y le dijo que se fuera bien a la concha de la lora, que ya no era un pendejito para que le siguieran ocultando todo, y se fue corriendo, posta que dejó todo y salió corriendo hasta el hospital con el guardapolvo blanco y las carpetas. Y corrió, acelerando cada vez más el paso, sintiendo una puntada tremenda en la boca del estómago, pero no podía frenar porque quería ver a su mamá, aunque fuera la última vez, quería estar con ella, necesitaba despedirla, esta vez no iba a pasar lo mismo que le hicieron con la abuela Mamina. Corría y pensaba qué mierda quería decir bastante ilesas, esa palabra nunca la había escuchado, o no le había prestado atención, y no tenía la menor idea de qué significaba. Eran como como veinte cuadras, pero las corrió todas casi de un tirón, con la cabeza y el corazón y los pulmones bombeando como locos, como si tuviera un motor V8 de cinco litros, como si fuera ese Mercedes Benz 500 SEC plateado que se desplazaba a toda velocidad por la ruta nacional 7 antes de impactar con el autito Gacel en el que iban su mamá y las otras dos maestras.
Camilo entró al hospital y la señora que estaba en la recepción se sorprendió al verlo, tan chico, si recién era un nene de sexto grado, y le pidió que esperara, que iba a averiguar. Justo pasó un médico y le dijo, ah, es el hijo de Violeta, esperá un segundo que tu mamá ya viene, y Camilo pensó que todos se habían confabulado para ocultarle lo peor, todos, hasta las secretarias del hospital, las enfermeras, los doctores, Mateo, su papá. Estrujó la carpeta contra el pecho y se puso a rezar sin poder concentrarse en las oraciones. Ave María, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, perdona nuestros pecados y no nos dejes caer en la tentación, sin pecado concebido, ángel de la guarda, no me abandones ni de noche ni de día, padrecito nuestro, consuelo de dios.
La mamá salió por el pasillo y Camilo fue corriendo a abrazarla, ante la mirada sorprendida de todos, y se sumergió en el vientre, hundió la cabeza en el regazo de su madre, se quedó ahí varios segundos, minutos, horas y no quiso salir de ahí: de esos esfuerzos de su mamá por acariciarlo pese a los dolores en todo el cuerpo y la inmovilidad que le generaba el cuello ortopédico.