El Cholo se sentía cansado, abatido por las derrotas políticas. Tenemos que entender que nos ganaron, que perdimos, que nos doblegaron, repetía. Tenemos que pensar, debatir, no seguir avanzando cómo si nada hubiera ocurrido. También advertía que el proyecto de Cafiero, con el que simpatizaba, no tenía mucha perspectiva. El mundo está cambiando, hoy es Reagan y Thatcher, el Papa Juan Pablo II, hace tiempo que esto viene virando a la derecha, aseguraba. Quería buscar nuevos horizontes, tenía más de 40 años y estaba decidido a tirarse a la pileta, a hacer lo que le gustaba, lo que había postergado por otros sueños, colectivos, aunque lejanos en ese mundo tan conservador y reaccionario. El Cholo quería poner una librería. Una librería repleta de libros, no de útiles escolares, aclaraba, en esa mesa del bar Lacentra, perdiendo su vista, tal vez en aquellos sueños, tal vez en ese San Martín, jinete de bronce arriba de ese caballo dispuesto a salir a todo galope hacia Junín.
-Sos un boludo -le asestaba el escribano Manfredotti. Y agregaba: - ¿Crees que vendiendo libros estás difundiendo la cultura en esta ciudad achatada de la pampa húmeda? Estás confundido, porque tener una librería no te convierte en alguien más o menos culto que los demás, sino en un comerciante como cualquier otro. Sos lo mismo que el dueño de una ferretería, una perfumería o una despensa. Un librero no es otra cosa que un pequeño comerciante. Y al final todos terminan asociándose en la Cámara de Comercio. Así que, si vas a poner un comercio, tenés que encarar el proyecto con un criterio comercial. ¿Qué te creés? ¿Qué a todos les vas a vender el Ulises de James Joyce o La montaña mágica de Thomas Mann? ¿Qué vas a hacer entrismo pelotudo vendiendo Los condenados de la tierra de Frantz Fanon y los diarios del Che Guevara? No, querido, con suerte vas a vender algún libro de Cortázar o de Sabato. Después: todos textos escolares, recetas de Blanca Cotta y Juan Salvador Gaviota de Richard Bach.
El Cholo no frenó en su sueño y, con el comienzo de las clases, abrió la librería, a la que decidió denominar “Rinconcito”, porque así había llamado Haroldo Conti a Chacabuco en “La causa”, uno de sus primeros cuentos. Como le había achacado Manfredotti, el Cholo vendía muchos manuales del alumno bonaerense y libros de texto. Sin embargo, de a poco, fue transformando la librería en un lugar de encuentro, y varios se acercaban para pedir consejos literarios o para debatir sobre política. Entre los primeros se encontraban el Vasco y Camilo, dos preadolescentes que no paraban de avanzar con la Biblioteca Billiken, fuera en versión roja, azul o verde, a fuerza de los descuentos que les brindaba el Cholo. Entre los segundos estaba Mateo, que se preparaba para el CBC y le pedía libros de historia, filosofía, semiología, y le preguntaba sobre la militancia de los años setenta, mientras la librería estaba vacía y revisaban una y otra vez los estantes.
El Cholo le insistía a Mateo para que leyera los cuadernos de la cárcel de Gramsci y la historia argentina de Jorge Abelardo Ramos, porque lo que le enseñaban en la secundaria era bastante sesgado, que las ideas de San Martín, Belgrano y Artigas no tenían nada que ver con lo que se escribía en los manuales de historia. El Cholo se pasaba horas hablándole a Mateo de Juan José Castelli, leyéndole párrafos de La revolución es un sueño eterno, la nueva novela de Andrés Rivera. Y Mateo escuchaba atento, cebaba mate, hasta atendía algún cliente, mientras Camilo y el Vasco se tiraban al piso entre las estanterías y no paraban de leer todo lo que el Cholo les depositara en las manos.
Tanto leyeron que Camilo sentía que se había quedado casi sin lecturas: con prisa, sin pausa, había ido tildando buena parte de los títulos que venían al final de los libros de la colección Billiken. Todos los Verne, los Dickens, los Twain, los Salgari, los Alcott, los Carroll, los Dumas, Conan Doyle, las fábulas, hasta los libros anónimos. Y no estaba dispuesto a leer la saga de Sissi y, mucho menos, comenzar con la colección de Elige tu propia aventura. No le interesaba esa participación del lector falsa y sobreactuada. No necesitaba estímulos extras para involucrarse en las historias. Si él bien sabía vivir en cada uno de esos mundos, sentirse parte de la historia, ser uno más entre los personajes, sin la necesidad de tener que elegir caminos de lecturas que desviaban su atención, que lo alejaban de la trama.
No sabía cómo seguir, se le había agotado su plan de lecturas. Pasó horas en la librería, hojeando distintos ejemplares, sin decidirse por ninguno. El Cholo, entre mate y mate, le sugirió un par de obras de Verne que no formaba parte de la colección Billiken, que no tenían los lomos azules ni rojos, ni siquiera verdes. Y le prestó dos ejemplares ajados, con tapas de una cartulina dura y amarronada, que debía maniobrar con delicadeza porque las páginas se habían tornado fácilmente quebradizas.
Camilo se sorprendió con la oscuridad de Robour, el conquistador, ese personaje autoritario y tenebroso, que gobernaba el mundo desde los cielos. Y luego siguió con El eterno Adán, que hablaba de esos hombres atrapados en sus errores, de ese siempre recomenzar desde cero. El Cholo le había enseñado que existía otro Julio Verne, existían otros mundos, más desesperanzados, menos optimistas con respecto a los avances científicos y tecnológicos. Aunque tal vez Camilo eso lo pensó mucho tiempo después, cuando volvió a leer esos libros que aún conserva, esos libros que nunca le pudo devolver al Cholo, por lo que ocurrió después, no en ese 1988, sino al año siguiente. Pero hay algo que sí sacudió a Camilo en ese momento, esas lecturas le despertaron los fantasmas de aquellos apocalipsis planteados por su hermano Mateo en cada año nuevo, con las profecías de catástrofe, con esas cucarachas que eran la única especie que sobrevivía en un mundo de ausencias, en un mundo del que los seres humanos ya no eran parte por sus propios errores. También, claro, se le abría en su cabeza la necesidad de recomenzar siempre, aunque los hombres fueron eternos adanes, de seguir adelante, desde donde se pudiera, siendo parte de su historia, de su tiempo y su lugar. Siendo parte de su rinconcito, aunque estuviera perdido en un punto al sur del globo terráqueo, en esa ciudad de maíz y cemento, de fábricas de harina y San Martines de bronce, de negaciones y olvidos, y de librerías que trataban de rescatar memorias y ser un punto de partida hacia el futuro.