El tío Pedro les planteó un nuevo desafío, ya no habría partidas rápidas de ajedrez sino campeonatos de todos contra todos, de ida y vuelta, con partidas extensas y mucho tiempo para pensar entre movimiento y movimiento. Eran quince jugadores en un torneo con 28 fechas, que se jugarían entre mayo y noviembre de aquel 1988.
El olor a café y tabaco de las otras salas del Club Los Marinos invadía las mesas de los jóvenes ajedrecistas y les confería madurez y solemnidad a las partidas. Ya no había gritos ni burlas. Era tiempo de silencio, de reflexión, de estudio.
El torneo avanzó y, cuando quedaban cuatro fechas, Camilo estaba a tres puntos del primero, en la cuarta posición. Los primeros seis, prometía el tío Pedro, recordaba el tío Pedro, pasarían a la segunda categoría. Sin escalas.
Camilo Ibarrondo debía enfrentar al Rulo, que estaba segundo. Comenzó con una apertura sólida, defensiva, tratando de encaminar la partida hacia unas tablas que le aseguraran el ascenso. Pero el Rulo quería más, quería ser campeón, no le servía el empate y decidió romper los esquemas y movió a la dama hasta el centro del tablero, tiró diagonales con los alfiles, usó las torres como si fueran laterales con proyección, como si fueran el Vasco Olarticoechea o Carlos Enrique. Ibarrondo se sentía perturbado, quedó bloqueado ante tamaño despliegue. Dos movimientos seguidos equivocados lo dejaron en una posición claramente desfavorable. El Rulo tenía el timón del juego y lo hizo valer. Avizoró el mate en tres jugadas y lo ejecutó de modo implacable. Una derrota. Ibarrondo quedaba a tres puntos y medio de los líderes y retrocedía al quinto casillero.
Luego de dos tablas seguidas, antes de arrancar la última fecha, Camilo estaba séptimo, obligado a ganar para lograr el ascenso a la segunda categoría. Le tocaba un rival duro: su primo Darío, que había mejorado mucho en las últimas partidas y estaba en el quinto lugar. Si hacían tablas, muy probablemente quedarían los dos afuera. Ambos recordaban la partida del año anterior. Camilo se atormentaba cada vez que esa derrota volvía a su memoria, cómo venía controlando el partido y el primo comenzó a hablarle y aquel movimiento tan sorprendente, extraño, confuso. Para Camilo era cómo el primer gol de Maradona a los ingleses, ese movimiento era la mano de Dios. Para Darío, se trataba del segundo gol del Diego, no había nada polémico ni que diera lugar a la discusión.
Los padres, el tío Pedro y el tío Agustín le daban a Camilo el mismo mensaje: no pasa nada, es sólo un partido, vas a tener tantas veces oportunidades como esta, lo importante es divertirse, jugar, aprender. Che, son primos, nada de boludeces, así que me juegan calladitos, anotan bien cada movimiento y, si es posible, ni se miren, advertía Pedro y se alejaba del tablero. Pero le pidió a uno de los veteranos compañeros del club que los controlara con atención, jugada a jugada. No podía permitirse otra pelea entre sus sobrinos. Y menos ese día en el que se definían el campeonato y los ascensos.
La noche anterior, Camilo no había podido dormir de los nervios. Para colmo de males, Mateo estaba en Bariloche con ese maldito viaje de egresados. Pero no era el miedo el que no lo dejaba descansar, era la impaciencia, el deseo de jugar ya, de estar frente a frente con el primo, de poder ganar esa revancha que tanto esperaba. Había decidido no practicar, no repasar aperturas ni finales. En su cabeza se cruzaban peones, torres, alfiles y, en especial, esa sonrisa del primo y de sus amigos que le decían: maricón, te voy a ganar como el año pasado, tu cabeza es un foco de cien watts y está quemada. Camilo intuía que Darío iba a apostar por la confusión, por enredar el partido, por salirse de las normas, por sacarlo de todos los esquemas. El primo iba a hacer movimientos rápidos, inesperados, para provocar el error, para hacerlo pensar mucho, para ganarle otra vez en la lucha por el tiempo. El tío les había enseñado: espacio y tiempo son las dos claves del ajedrez.
Todos estaban concentrados en los tableros, era un día de definiciones y nadie parecía notar ese corazón que latía desbocado en el pecho de Camilo. El tío Pedro les pidió a las madres y padres que salieran del salón para quitarles presión a los chicos.
Darío no llegaba. El tío había distribuido todos los tableros y los relojes. Ibarrondo comenzó a ordenar las piezas, faltaban solo tres minutos para empezar. ¿Dónde estaba Darío? Camilo quería empezar ya la partida. Giró a un peón negro en el centro del tablero, lo hizo bailar en círculos de un escaque a otro. Le encantaban esas palabras: trebejos, escaques, enroque, gambito, jaque, mate. Esas palabras creaban un mundo original, distinto, alternativo. En ese universo paralelo, Camilo sabía que podía ganarle al primo y a quien fuera. Ahí sí.
No debía registrar las sonrisas de su primo, ni las palabras murmulladas, porque pertenecían a aquel otro mundo, no al territorio del ajedrez, el único en el que Camilo estaba presente en ese momento. Darío que hiciera lo que quisiera, Camilo estaba adentro del tablero, arriba de la torre, mirando todos los casilleros desde lo alto, dando órdenes a su batallón, como si fuera Carlos Salvador Bilardo ordenando a los defensores, alineando a los peones, gritándoles a los alfiles que subieran, que se proyectaran, protegiendo a cada peón como si fuera un compañero de batalla.
Y Darío llegó con lo justo y Camilo Ibarrondo ganó, ese día sí ganó. Y logró el ascenso: estaba en la segunda categoría y quería festejarlo y contárselo a sus padres, a su hermano, a la Nona, a la piba de San Pedro que había visto aquel verano en San Bernardo. Le iba a contar la partida a todos, movimiento a movimiento, le iba a explicar a Pedro las alternativas que ideó, las que descartó, concentrado únicamente en el tablero, sin ver los gestos del primo, casi sin mirar el reloj. Se iba a guardar el recorte del diario con la tabla de posiciones finales y el nombre de Camilo Ibarrondo impreso en los primeros lugares y lo iba a dejar arriba de la almohada de Mateo, para que lo viera ni bien regresara de Bariloche, para que viera que sí, que su hermano también podía.
El primo Darío lo felicitó, le reconoció que le ganó bien, dijo que se alegraba de que los dos hubieran logrado el ascenso. Camilo le respondió que gracias, pero que todavía seguía enojado por lo del año pasado. Darío respondió que también seguía enojado.
- ¿Por qué?
- Porque te gané bien, porque no hice trampas.
- Pero te burlaste de mí.
- Sí, me burlé, pero porque vos no reconociste que habías perdido justamente y armaste un escándalo tremendo y me acusaste de hacer trampa.