La banda de Mateo siguió ensayando, prometían juntarse en cada viaje de retorno a la ciudad, pero el final era inevitable. Mateo, Santiago y el Chata se iban a estudiar a Buenos Aires; Vladislao: agronomía en Tandil; y el Cabeza quería hacer ingeniería en La Plata.
Ciudad de pobres corazones, el último disco de Fito Páez, les había volado la cabeza y la música de Los Fantasmas del Percal se había vuelto más áspera, más visceral, más oscura. Ellos también tenían dolores, miedos y odios que gritar. Mateo había escrito una canción que se llamaba “Últimos días del exilio”, que hablaba del temor que sentía por tener que irse de Chacabuco y vivir en Buenos Aires. Una frase de Haroldo Conti le resonaba: “Buenos Aires es políticamente la capital de la República Argentina, pero esa es otra abstracción. Buenos Aires, en realidad, es otro país. El país de la soledad”. También habían compuesto otra canción, “No te pintes más tu cara”, contra los militares que tomaban los cuarteles y la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
En uno de los shows que hicieron en el Club Obrero, alguien escribió en la puerta del baño: “Fuera estos zurditos”. Los chicos estuvieron varios días con miedo, casi sin salir de sus casas. En octubre se fueron los cinco a ver el recital de Amnesty en River. Pasaron varios días repitiendo anécdotas y tarareando temas de Bruce Springsteen, Sting y Peter Gabriel. Dos cosas los había sorprendido mucho: la presencia de las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo bailando en el escenario, y el show de Charly García, a quien era la primera vez que escuchaban en vivo. Se juramentaron que irían al próximo recital de Charly en Buenos Aires y que harían todo lo posible por conseguir su autógrafo.
Para Camilo lo más importante era otra cosa: el póster de Bruce Springsteen que Mateo le había comprado para que pegara en la habitación. Se sentía un chico casi de la secundaria, y quería mostrarles el póster a todos sus compañeros de la escuela y los amigos del barrio.
Los Fantasmas tenían un recital en el colegio (tal vez el último), con el objetivo de recaudar fondos para el viaje de egresados. Con los compañeros del Nacional se iban de campamento a Bariloche a un complejo estatal y tenían que juntar dinero para hacer las excursiones al cerro Catedral y a la Isla Victoria.
Todo funcionó genial y las pibas y los pibes aplaudían, bailaban, hacían los coros. Pero Camilo miraba con preocupación. Comprendió, de golpe, comprendió: Mateo en pocos meses se iría de la casa, de la ciudad, de su mundo cercano. Descontando los quince días del viaje a Bariloche, solo le quedaban dos meses para estar junto a su hermano. No compartirían más habitación, no vivirían más
juntos. Le tenía que pedir que le dejara unos casetes de Charly y Fito. O, al menos, que le hiciera una copia con los mejores temas en un TDK de noventa minutos que se iba a comprar en lo de Liyo con los australes que le daba de propina la Nona cada vez que le hacía las compras en el súper.
Mateo subió al techo con un rollo de cable y la radio AM/FM. El Chata dijo que lo había probado en su casa y se escuchaba muy bien, aunque en los días de lluvia se perdía bastante la señal. Corrieron el dial y apareció la música de la Rock & Pop y las voces de sus conductores, y los nuevos grupos argentinos y Prince y los grupos de metal, los recitales en vivo desde el Club Obras Sanitarias. Mateo y el Chata estaban en quinto de la secundaria, pero escuchando la radio ya se sentían allá, en Buenos Aires, en las aulas de la universidad. Se prometieron que iban a seguir con la banda, que se juntarían a tocar cada vez que se encontraran en Chacabuco, o tal vez podrían reunirse en Buenos Aires o La Plata. Se prometieron que iban a seguir tocando juntos, que iban a hacer temas nuevos, sentían que tenían tantas cosas para cantar, tantos ritmos y melodías con los que jugar. Iban a ir juntos a los recitales, se pasarían los casetes que consiguieran en las ferias, se prestarían las revistas de rock.
Camilo los miraba: y no le gustaba lo que veía.
Mateo y el Chata se podrían seguir juntando en Buenos Aires o La Plata, podrían ir a los recitales o intercambiarse revistas o casetes. Pero él se quedaría solo: en su pieza, en las noches, no habría nadie que le hiciera compañía. Así que tomó una decisión: prefería cortar la relación desde ahora, desde el vamos, de cuajo, para qué darle bola a alguien que en unos meses lo iba a abandonar. Despegó el póster de Amnesty, que se lo llevara Mateo a Buenos Aires, ya no necesitaba nada de su hermano. Iba a dejar de hablarle y, si no quedaba otra, le respondería con monosílabos. Llenó la pieza con sus propios pósteres, los del Chino Tapia, de Maradona y El imperio del sol de Steven Spielberg.
A partir de ese momento, prefería jugar con los amigos del barrio, con los compañeros de la escuela, a quién le importaba lo que hicieran Los Fantasmas del Percal, ese grupo de imitadores que sólo hacía ruido, ese grupo de abandónicos que sólo quería disfrutar de las luces de la gran ciudad.