No había nada que le molestara más. ¿Por qué su padre se empecinaba una y otra vez en
darle ese beso tan ostentoso? ¿Cómo no entendía que alguna de sus compañeras y, ay, incluso alguno de sus compañeros podía verlos en ese momento exacto en que los labios de su padre se posaban en su mejilla? Aunque fuera dentro del auto, aunque las ventanillas estuvieran cerradas. ¡Ey, déjame que te dé un beso antes de bajarte!, le repetía el padre una y otra vez. Camilo se resistía, trataba de desviar la atención de su viejo, intentaba preguntarle algo que lo distrajera, pero siempre se acercaba a último momento y lo besaba. ¡¡¡No era un nenito, por favor!!! No tenía cuatro años, no estaba en el jardín de infantes, ya había pasado a séptimo, le quedaba un solo año para comenzar la secundaria, y su padre lo seguía besando como si fuera un bebé.
Para colmo de males: los padres habían decidido seguir mandándolo a la colonia del club. Mateo ya había hecho su viaje a Bariloche, ya se había recibido, ya se había comprado su traje de egresados, ya había ido a su baile de egresados, ya había hecho su recital de egresados, y volvía todos los días tarde, a cualquier hora, y se despertaba después del mediodía, cuando Camilo terminaba de almorzar y preparaba su mochila y la mamá lo acompañaba hasta la avenida donde pasaba ese micro escolar desvencijado que lo llevaba al maldito Club Social. Ese micro lleno de nenitos y nenitas caprichosos con cantimploras con jugo de naranja. Y Camilo, que había pasado a séptimo grado, al que sólo le quedaba un año para terminar la primaria, estaba rodeado de todos esos nenitos con chupete, que hasta un par de meses atrás seguro usaban pañales de tela y se paspaban el culo porque la mamá tardaba en cambiarlos.
¿Qué hacía Camilo ahí, si jugaba en la segunda categoría de la Federación de Ajedrez de Chacabuco, la prestigiosa FACH, y sus triunfos y sus ascensos salían en los diarios? ¿Qué hacía ahí, en ese micro, rodeado de esos borreguitos que se limpiaban los mocos con el puño del buzo y que en la mayoría de los casos no sabía ni leer ni escribir, ni mucho menos multiplicar fracciones, ni los biomas o las capitales de las provincias argentinas, ni tenían una pequeña idea de qué era la fotosíntesis? ¡Si Camilo podía enumerar sin repetir y sin soplar el plantel entero de Boca, incluyendo a los jugadores de la reserva, o todos los jugadores que habían salido campeones del mundo en 1986, o podía nombrar a tres ministros de los gabinetes de Alfonsín o de Cafiero (el gobernador que acarició su cabello y lo trató de compañero)!
¿Cómo podía ser entonces que estuviera arriba de ese Mercedes Benz 1114 reconvertido en un micro destartalado lleno de nenitos de mamá, de pendejos, boluditos llorosos y con mochilitas con tuppers y repelentes y mudas de ropa por si se hacían pis y no llegaban a avisarles a las seños?
¿Qué hacía ahí, en esa colonia en la que al menos lo dejaban nadar en la parte más honda de la pileta grande, en la que al menos podía hacer algo más complejo que tratar de sostener una raqueta y pasar la pelota por encima de la red?
¿Por qué sus viejos lo mandaban a la colonia, a diferencia de lo que hacían los otros tíos con el Vasco o con Darío? Los días de verano pasaban y se volvían cada vez más calientes, y Camilo nadaba y nadaba, el profe le explicaba las técnicas para perfeccionar el estilo mariposa, y le pedía que lo ayudara a enseñarles a jugar al fútbol a “los mojarritas”, pues así se llamaba el grupo de los más chicos. El profe le decía que tenía que estar sí o sí en el campamento, que no se hacía sin su presencia, porque lo necesitaba más que a ninguno para armar las carpas y clavar las estacas, y juntar leña y hacer el mate cocido y prepararles la comida a los más chicos.
El profe hasta le pidió que fuera el protagonista de la publicidad televisiva de la colonia que iban a pasar en Canal 3, y lo llevaron a la cancha de rugby y le dieron a Camilo esa pelota ovalada a la que llamaban guinda y le indicaron que la tomara con las manos y le pegara fuerte, lo más fuerte que pudiera, y que la mandara directo a las nubes y que después corriera a buscarla. Y eso hizo Camilo, rodeado de esas mojarritas que corrían detrás suyo mientras un camarógrafo los filmaba, todos los bellos niños corrían detrás suyo, detrás de ese referente, de ese líder que les inspiraba respeto y admiración, de ese preadolescente que estaba por empezar séptimo grado y jugaba al ajedrez y ayudaba al profesor. Todos corrían detrás de Camilo, menos el camarógrafo que lo filmaba a la distancia, en esos días tan calurosos, tan transpirados, tan corridos, tan nadados, tan felices, en ese Club Social tan lleno de verde, tan hermoso y tan mágico.