La Nona pide que le compren botellas de aceite, paquetes de yerba y de azúcar, harina. Hay que acopiar, acopiar, acopiar, como si por fin hubiera estallado la guerra nuclear. Camilo y su primo Darío tienen que recorrer los supermercados sumando paquetes, botellas, bolsas, latas. Hay que guardar, porque hay restricciones, en las góndolas están los papeles pegados: botellas de aceite, una por persona; paquetes de azúcar, dos por grupo familiar; el kilo de harina, uno por grupo familiar. De cualquier marca, aclara el cartel con el logo del supermercado. Las etiquetitas con los precios se van pegando, una arriba de la otra, hasta formar un colchón de papel pegajoso. Unos pibes recorren el súper remarcando, hay que moverse rápido, llegar con velocidad a la caja, antes de que suban los precios. Saltan, trepan, ascienden, se precipitan, se incrementan, escalan, corren, galopan, se disparan, se multiplican, se potencian: los precios. ¡Es la inflación! Ni Darío ni Camilo alcanzan a encontrar una respuesta para entender bien qué significa antes de que la propia palabra también engorde. Ya no hay inflación: ¡hay hiperinflación!
Los supermercados, las despensas, los almacenes no quieren vender toda la mercadería ahora porque mañana los precios van a subir. Los clientes, los consumidores, los vecinos quieren comprar todo ahora, porque mañana los precios van a subir. No van a subir: ya subieron. Otra vez. El remarcador es el trabajo del momento para los jóvenes. El primer empleo. Nadie da abasto. Algunos productos ya ni siquiera tienen precio. Hay que consultarlos en la caja, porque ascienden en esos veinte, treinta metros que median entre la góndola y la caja. No hay. Dicen que no hay porque los clientes acaparan todo por las dudas, que los supermercados no quieren vender, que los distribuidores especulan, que los fabricantes de alimentos tampoco quieren entregar mercadería, que el mercado de Liniers está vacío, no entregaron carne, no opera la Bolsa de Rosario, no te puedo vender porque no me quedó más, nene, pero ahí, detrás del mostrador hay unos paquetes, señor, ahí abajo, ah, no, esos paquetes están vencidos, no te los puedo vender. Y estos panes de manteca los tengo encargados y hoy el proveedor no me trajo, te puedo dar margarina si querés. No hay más listados de precios oficiales en las góndolas, en las heladeras, en los mostradores. Otra palabra nueva: desmadre. Duro el oficio del almacenero. Duro el oficio del cliente. Si voy a trabajar, no puedo comprar antes de que suban los precios. Si no voy a trabajar, no tengo dinero para comprar. La abuela ya no les da monedas de propina, les da billetes, con números cada vez más grandes, con más y más ceros. El tío Pedro aconseja: no ahorren, gasten rápido, no sean boludos, miren que no van a poder comprar ni un caramelo mañana con ese papelito. La situación cambia un par de días después. La Nona les dice que no necesita ningún mandado, que no se preocupen, que más tarde alguno de los tíos va a ir al súper, que no hace falta, que jueguen a la canasta con ella. Les pregunta si no quieren ver tele, que lo mejor es que se queden en la casa hasta que venga alguno de sus padres a buscarlos. Darío y Camilo quieren salir, hacer carreras con los changuitos entre las góndolas, ir a la lotería y jugarle un número de quiniela a la Nona y después comprarse alguna golosina y comerla en la plaza.
El horno no está para bollos, chicos. Así les dice la Nona. Y ellos quieren ver el horno y los bollos. Juegan un rato a la canasta, hasta que cae el tío Agustín y aprovechan y dicen que se van un rato a ver la tele, mientras la Nona se queda en la cocina tomando unos mates con el tío. Tratan de que la puerta recline lo menos posible, esa puerta tan alta, tan pesada, tan poco aceitada. Hay casi treinta metros y tres puertas entre la Nona y la salida, pero se escapan sin demasiados problemas y hacen la excursión por ese terreno tan cotidiano que se ha transformado en zona de exclusión.
Dan la vuelta a la manzana y ahí están, dos, tres, cuatro policías controlando la entrada y la salida del supermercado, los otros negocios con las persianas a medio subir, o a medio bajar, la gente que corre con las bolsas, que teme el regreso del malón, el imperio del saqueo, un miedo incierto, mientras se apegan a las bolsas de polietileno sobre sus pechos, y corren hacia el auto, acaparando las latas de aceite, las bolsas de azúcar y yerba, los paquetes de harina, temiendo el desabastecimiento o la suba de precios o a una horda de saqueadores que surge vaya a saber de qué profundidades, de qué barrios lejanos, de qué otras ciudades, para terminar de socavar el equilibrio social perdido, como comenta por la noche un presentador televisivo ante la mirada absorta
de los padres de Camilo.
La madre piensa en Mateo, en Buenos Aires, en qué estará haciendo. Y llama. Por supuesto, agarra el teléfono y llama. Mateo no está en el departamento. Los compañeros dicen que está en el cine y ella les pide a los chicos que le digan a Mateo que por favor la llame, que necesita comunicarse con él, saber cómo está, qué está comiendo, qué tal le va en la universidad. Pero Mateo no llama y son las diez y media de la noche y el padre le dice que espere, que ya va a llamar, que debe estar cenando, pero ella no puede aguantar más y agarra el teléfono y disca y el círculo que dice Entel en el centro gira y gira: nueve veces gira. Mateo atiende y la mamá le pregunta por qué no llamó y le repite, casi en orden exacto, las preguntas: cómo está, qué está comiendo, qué tal le va en la universidad. Mateo contesta cada uno de los interrogantes, aunque no parece extenderse demasiado y la madre le dice que aproveche para estudiar, varias veces le repite que estudie. Mirá que las cosas se están poniendo complicadas, ay, Mateo, que todo está muy raro, por favor, viste lo que pasó con el Cholo, estudiá, no, no te digo que no te metás en el centro de estudiantes, pero prepará tus materias, no vayas a cualquier movilización, la mano viene jodida.
Camilo se acerca a su vieja y le hace señas de que quiere hablar con Mateo, solo para saludarlo, y le pregunta si le consiguió ese libro de Mark Twain que no estaba en la librería del Cholo, y si le puede grabar un casete y si se lo puede traer la próxima vez que venga a Chacabuco. Mateo responde que no, que todavía no consiguió el libro, pero que va a tratar de comprarlo en la feria de Parque Rivadavia. Mandale saludos al viejo, dice Mateo y corta.