Cuando fuimos el futuro

58.

Por Manuel Barrientos.

 

Nunca, nunca, había visto tanta gente junta. Ni siquiera cuando fue a ver al Papa Juan Pablo II en el Mercado Central en ese encuentro con los trabajadores argentinos. Aquella vez había sido un acto masivo, dejaron el auto a muchas cuadras y debieron caminar bastante y Camilo quería una bandera de plástico celeste y blanca y, pese a que insistió, su padre nunca la compró.

Pero acá, esta vez, hay más gente. Y muchas más banderas: argentinas, de distintas agrupaciones políticas, de sindicatos. Esta vez no necesita que le compren nada porque acá regalan calcomanías, como esta oblea blanquiazul que Camilo tiene en sus manos y dice: Síganme! Esa calcomanía está en sus manos y camina junto a su padre y su primo Iñaki, en medio de la marea humana que desborda el río Salado y está anegando las calles de Junín.

Camilo no quería ir al acto, guardaba aún su corazón de niño cafierista, pero el padre le dijo que iba a ser algo histórico, que el primo Iñaki se prendía, que valía la pena hacer el esfuerzo de acercarse a Junín, que se iba a acordar toda la vida, que él (su padre) rememoraba aquel festejo de Cámpora en el comité de campaña de Santa Fe y Oro, que aquella vez fueron con el tío Julio y el Cholo, que vamos a escuchar nomás, a ver qué tiene este tipo para decir, que después nos comemos una pizza en el centro y nos pedimos una especial de jamón y morrones con fainá. Y Camilo, medio celoso de dejar a su papá con el primo Iñaki, medio intrigado acerca de qué era el fainá, porque en Chacabuco no había ninguna pizzería que lo hiciera, decidió sumarse a la caravana.

Está contento con esa calcomanía en la mano y piensa en la pizza de jamón y morrones que se va a comer cuando termine el acto y en si le gustará o no el fainá, o la fainá, y que después se va a pedir un flan con dulce de leche. La gente lo golpea, a los codazos, porque todos quieren estar más cerca del palco y nadie lo ve, con su metro cincuenta, así chiquito, y entonces avanzan en fila por allí, porque creen que hay un hueco para pasar, pero en realidad está Camilo, ahí parado, aunque no lo vean. La marea avanza y su papá se enoja, no ven que estoy con el pibe, estos tipos no aprendieron nada, todavía siguen peleándose por estar cerca del palco, murmulla, si todos somos compañeros, o no se llenan la boca hablando de la unidad, murmulla, mientras trata de proteger a su hijo.

Retroceden unos metros, a una zona más tranquila. Dice que sí, que ve, pero en realidad no ve absolutamente nada. No ve al candidato, ni siquiera el palco. Solo ve espaldas, muchas espaldas; y banderas, muchas banderas. No sabe si el palco es grande, o chico, si está techado, si hay atriles, mesas o sillas, si hay mucha gente arriba o está solo el candidato. No ve nada. Pero escucha: esa voz movilizante, potente, plena de color provinciano, que se suaviza con la entonación de cada erre.

Esa voz dice y promete, y la gente canta, corea y aplaude a rabiar. Esa voz es una aplanadora, es puro carisma, pura seducción, comentan su padre y el primo Iñaki en la pizzería. Camilo decide que el fainá le gusta, que la pizza especial está buenísima, pero está lleno, tiene la panza a punto de estallar, no llega al flan. El primo Iñaki repite una y otra vez el chiste de que el candidato sólo se equivocó al final del discurso, cuando convocó a todos a trabajar, a trabajar, a trabajar. Que ahí se empezaron a ir todos. Si insiste con eso le van a quedar todas las plazas vacías, dice. Camilo está cansado y se duerme en el asiento de atrás del auto, con esa calcomanía blanquiazul entre sus manos. ¡Síganme!

Los amigos golpean la puerta. Con insistencia.

-Dale, salí, que tenemos que mostrarte algo –le gritan del otro lado del vidrio esmerilado.

-Sí, apurate, dale, dale, que ya nos vamos.

Camilo se saca las sábanas de encima, se viste apurado. Sale, sin ni siquiera tiempo para lavarse los dientes y peinarse. Los pibes están todos alborotados, no termina de entender qué le dicen, pero corre, corre detrás de ellos, de esos gritos de asombro y espanto. Cree entender algo de un caballo, se dirigen hacia la cancha del club Castelli, avanzan en línea recta. Uno de los chicos se tropieza, entre todos lo levantan y lo ayudan a seguir. Saltan las montañas de tierra de la obra de cloacas que parece que nunca se va a terminar, de la que tantas veces se anunció su inauguración, y ve una decena de personas agolpadas, todas miran hacia abajo, entre los pastizales linderos a la cancha. Los chicos aceleran la corrida y Camilo va detrás, los cardos le raspan los tobillos, pero igual avanza, hasta casi chocarse con el grupo de personas que parece buscar algo, que parece haber encontrado algo entre esos pastizales. No alcanza a ver qué hay, que los reúne. El olor es insoportable. Sus amigos gritan. El Quicho se aleja del grupo y vomita. Un chorro blanco sale de su boca y otro y otro. Camilo logra hacerse un hueco entre dos pares de piernas y ve al caballo, o a lo que queda de él, con los dos cuartos traseros desguazados, todo destripado, lleno de moscas, la sangre que comienza a resecarse con el sol de la mañana, roja sobre el verde intenso.

Quiere darle la espalda al caballo, comienzan las náuseas, las arcadas, pero algo lo empuja a seguir mirando, la piel marrón brillosa y lisa del caballo, los vecinos que putean, que dicen que son unas bestias, que la policía que no hace nada, hay hambre, señor, hay hambre, responde otra voz. Camilo siente que el ojo abierto del caballo lo mira, parece pedirte clemencia, parece pedirle explicación ante su cruento final.