sábado. 07.09.2024

¿De qué me acuerdo? A la hora de la siesta se escuchaban únicamente los ruidos de los pájaros, que no se perdían entre otros sonidos hasta las cinco de la tarde, cuando volvían a abrir los negocios y todos volvían a trabajar.

Apenas terminábamos de comer, con mis primos salíamos al patio de la casa de mi abuela Antonia. Era enorme, con piso de cemento agrietado que nos raspaba las rodillas. “Dejen de hacer la puerta
giratoria, o adentro o afuera, son un campamento gitano”, decía la abuela.

Me acuerdo que elegíamos siempre afuera. Juntábamos las monedas que cada uno tenía en los bolsillos de los enteritos o el pantalón. Eran de algún vuelto de mandados, o robados de los monederos de las madres. Nunca lo notaban. Dos metros de elástico por favor, pedíamos en el kiosco TC de la vuelta. No llegábamos al timbre, así que Facundo nos hacía piecito a Catalina o a mí.

La señora contaba las monedas. Si sobraba pedíamos Bazooka de banana y los compartíamos.

No era buena en el elástico, ni en la soga, ni en la payana, ni en las bolitas. Así que tan rápido como podía, interrumpía el juego.

-¿Y si subimos al techo del hotel?

Me acuerdo que nunca nadie decía que no al techo del Hotel Unión. Accedíamos desde el patio de la abuela, que conectaba con el fondo del hotel. Subíamos una escalera hasta llegar a otra empotrada en la pared, amarilla. Abajo, el vacío. Pasábamos horas en vértigo. Mientras ningún adulto llamara, nos sentábamos al sol a mirar la ciudad o escupir a los que pasaban y escondernos rápido. Cuando escuchábamos “¡Chicos, vengan!” bajábamos la escalera a toda velocidad.

Me acuerdo que el piso de la abuela combinaba con sus labios. Lo enceraba una vez al día. Cuando nos tirábamos, los codos y rodillas nos quedaban rojos y nos cagaban a pedos. Facundo, que era el mayor, era el único autorizado a agarrar el lustrador de zapatero antiguo del bisabuelo, que tenía pomadas de todos colores, esponjas y cepillos. Hasta que no lo dejaron agarrarlo más, después de que pintara de negro unas botas marrones de mamá.

Antonia le dedicaba demasiado tiempo a sus uñas y su pelo, pero estaba quebrada por dentro. Todos los días cruzaba a la peluquería de Horacio a hacerse el brushing y después se acomodaba una hebilla grande de cada lado. Usaba las uñas rojo carmesí y colores neutros para los labios. Siempre me impresionó que llevara conjuntos que combinaran, remeras y saquitos del mismo género que traía del negocio, y pantalones palazzo, que por sus piernas flacas y largas le quedaban increíbles. Tenía
un altarcito con una vela, flores siempre frescas y la foto de su hija muerta.

Me acuerdo que a veces convencía a mi prima de robarle a la abuela. Pero ella me señalaba con el dedito.

-Nos van a descubrir, no está bien hacer esto- me decía con sus ojos grandes, redondos.

-Pero yo le robo todo el año, y nunca se dieron cuenta, ¿de dónde querés que saquemos plata?

Me acuerdo que el sol de noviembre picaba. Tenía puestas unas botanguitas blancas sin medias. Los pies húmedos. Los chicos -más rápidos que yo- ya habían bajado. Intentaba alcanzarlos. Los gritos llegaban desde la cocina de la casa. La tira de mi vestido se enganchó en la escalera.

Me acuerdo que me desperté en el hospital con un dolor muy fuerte y las costillas marcadas.

Tenía once puntos en un costado de la cabeza. Apenas podía moverla porque me mareaba.

Recuerdo que después volví a mi casa.

No me lo querían contar, pero después lo supe, sacaron la escalera del hotel.

La escalera (del techo del hotel Unión)