Una historia marcada a fuego

Por Martina Dentella

Llega con una camisa de rayas finas, azul y blanca, prendida hasta el anteúltimo botón. Zapatillas azules, pantalón negro, cinturón con hebilla y campera polar, negra también. Sus anteojos tienen un marco grueso, y durante la tarde se los saca y vuelve a poner. Obdulio Olivetto tiene 87 años y poco
registro de tiempo en su andar. Va peinado y entusiasta. Hace gestos, indica la dirección de los primeros hornos, cierra los ojos para algunos mapas mentales: vuelve sobre la memoria.

A los dieciséis años puso su primer horno con otro muchacho, pero antes, a los trece, ya había empezado a trabajar en el oficio. Mojaban el pisadero con una bomba. “Era un chico”, dice. Vivían con sus padres y sus siete hermanos detrás del Cementerio, en una quinta. Aprendieron solos, mirando y probando fuera de hora.

-Cuando los horneros dejaban de cortar, yo agarraba la carretilla y probaba.

Fue durante el primer peronismo que se levantaron varios hornos en Chacabuco. En el año '50, del Libertador San Martín, dice y pide que esa fecha figure. Es que se cumplían cien años de la muerte del prócer y el país - a lo largo y a lo ancho- fue escenario de múltiples actos y desfiles.

Era guapo, osado. Después de cortar entre mil quinientos y dos mil ladrillos, salía con la bicicleta por los caminos polvorientos, o pasaba por el club. La cosa era así: su papá no era ladrillero, pero se sumó al viento de cola de los años de bonanza, de crecimiento inmobiliario. “Había mucha obra, no alcanzaban los ladrillos y Chacabuco era de tierra buena”, dice. Desde acá salían los ladrillos que forjaron un modelo de país. Antes, su papá había sido gallinero, y había mantenido a una familia numerosa.No había trabajo. “Vivíamos mal cuando yo iba a la escuela”, dice y se acomoda los anteojos. Pero rápido se repone: “gracias a dios” después de los hornos todo cambió.

Lo cierto es que había dejado la escuela porque no tenía zapatillas, ni plata. Era mejor trabajar.
En esa época, solo había dos o tres hornos grandes en la ciudad, pero a fuerza de créditos y ayuda estatal, en pocos años se instalaron más de cien, y en más de una década, llegó a contar cuatrocientos. “Fue un furor”, dice. En ese tiempo de a sola firma, su papá pidió un crédito para poder trabajar en una quinta familiar, y con una hornalla vendida, lo saldó.
Gracias al trabajo en el horno pudo comprarse bicicletas, ropa. Trabajaban mucho, es cierto, pero vivían bien. Y cerca de las cuatro de la tarde no quedaba nadie, se bañaban y se iban al club, a andar en bici, a pasear, a jugar al fútbol o las bochas “y con tu pesito en el bolsillo”.

-Hacer ladrillos antes era otra cosa, se hacían con bosta de caballo, que había que ir a buscar con el carro y la pala, a mano; con la bomba mojábamos la tierra y con un malacate hacíamos el barro. Las cosas cambiaron mucho, ahora se hacen con aserrín, más rápido.
Los ladrilleros traían en la carreta un montón de tierra que cargaban un poco por acá y otro por allá; la descargaban y la mezclaban con agua. Después tocaba amasar, sacar ese barro con las manos y ubicarlo en moldes rectangulares. El sol los secaba en tres o cuatro días en invierno. Y en verano, con buen tiempo, podían cortar a la mañana y apilar a la tarde. El proceso terminaba con la formación de la hornalla y un fuego vivo, ardiendo y cociendo el trabajo, con un resultado rojo ladrillo. Pocos años después tuvo su propio horno. Primero alquiló y después compró su propia quinta, y así llegó a tener 37 hectáreas desparramadas en distintas parcelas. Lo acompañaban tres o cuatro cortadores fijos, y llegaban a ser más de diez o doce en los días de carretillar para armar las hornallas.

Subimos a la camioneta, agarramos la Almirante Brown, derecho, hacia la zona de quintas donde tiene una que alquila. La última que trabajó con sus manos. En el lugar se sigue produciendo. Bajamos. “Esa hornalla está previo a quemarse, está cruda”, explica y señala una de las estructuras.

En la época de su primer horno, los ladrillos casi no llegaban a destino. “Año del Libertador San Martín, acordate por favor”, repite, “era espectacular, llegaban a Rodríguez y te paraban para comprarte los ladrillos, "el camión Acron de la “vieja Mercanti” cargaba doce mil”.

No recuerda a quién le vendió su primera producción, pero a cambio brinda otra anécdota: todo se mide en barro. Tenía veintiún años, y con una hornalla completa se casó. Cuarenta mil ladrillos y una boda. Iglesia y civil. También con el horno pudo sostener a su familia, comprar una casita en donde tuvieron cuatro hijos: Marcela, Norberto, Adriana y Patricia. Pero también hubo malos tiempos, sobre todo con el Golpe de Estado, dice. -En la época de Videla la pasamos feo, sobre el final de los setenta tuvimos que desarmar todo y nos fuimos al campo. Habíamos hecho reuniones con Miguel Máximo Gil, que ya querían que nos moviéramos de la zona de quintas. Pero lo peor fue cuando agarró poder Laviano, y un día vinieron del Ejército y me dijeron: “si no te dejás de embromar venimos, te levantamos, y no vas a aparecer más si no te vas al campo”.

-Te resististe.

-Sí, porque yo era el presidente de los ladrilleros.

-Ah, pero contame esa historia.

Sí hubo un centro ladrillero, había más de cien hornos, quizás más. Aportaban una cuota, y contaban varios proyectos que defendían incluso con abogado, que era Mario Suárez. Lo eligieron a través de una votación a mano levantada que se hizo en el Club Huracán, sobre el final de los setenta. La organización duró varios años y les permitió resistir esa etapa.

Camina por el terreno, con varios desniveles. Camina con la seguridad de la juventud. Agarra dos ladrillos, los golpea. Los vuelve a ubicar.

-¿Y cuándo dejaste de trabajar?

-No, yo no dejé de trabajar.

-¿Cómo?

-Hace un año y pico hice una hornalla acá con un hombre. Y si ahora viene alguno a buscarme, cargo el pisadero, lo ayudo y el otro corta. Nunca dejé de hacer ladrillos. Esos que ves ahí son ladrillos míos. Llevan un tiempo apilados. Es que la manera de ahorrar para un ladrillero, siempre fue guardar trabajo. Si hacían dos hornallas, se quedaban con media, después con una. “Y cuando te veías apretado, vendías”, explica. Llegó a tener entre diez y doce hornallas listas, aproximadamente 600 mil adobes.

Los vecinos hablaban “del horno grande”. Vendió por todo el país, le fue muy bien y sufrió algunas pocas estafas. El saldo, es que nunca se alejó de su vida de trabajo.

-Pero gracias a Dios, todo lo puedo contar, ¿cuándo sale el diario?

-Mañana.

Es hábil, jugado, y nunca duda ni dudó frente a una oportunidad.

-Tengo unos camioncitos ahí en venta, ¿sabés de alguien que los quiera?

-No por ahora.

El horizonte quedó, el paisaje se fue reconfigurando. Quedan los vestigios de un pasado pujante, de barro y esta narración marcada a fuego por Obdulio Olivetto.