Hace cincuenta años, andaba por los trece y estaba muy confundida. Iba al mismo colegio desde los cuatro, y dos de mis amigas habían empezado a enemistarse desde hacía un tiempo. A enemistarse mucho. Ya no nos juntábamos las tres. Me veía los sábados con Ana, cuya hermana mayor estaba muy politizada y era de la JP, y los domingos iba a merendar a la casa de Lucía, que tenía un padre almirante.
Mi propia casa era un templo del no conflicto y la equidistancia, padre y madre fanáticos de la “tranquilidad”, un buen pasar arañado viniendo de familias humildes. Cero política. Solamente cada tanto se elogiaba a Estévez Boero.
Hace cincuenta años, padre, madre y yo nos quedamos en silencio mientras en la televisión, en todos los canales, se hablaba sobre Trelew. Era impactante lo que decían pero no recuerdo la narrativa. Lo que sí recuerdo fue un diálogo breve que mantuvimos esa noche.
--Pero por qué estaban presos. Por qué los mataron.
--Es gente con ideología – dijo mi madre.
- -Y qué es eso - -no entendía.
--Quieren que no haya ricos --dijo mi madre.
--Y que no haya pobres--dijo mi padre.
Eso fue todo lo que necesitaba para darme una idea de la situación lo más general posible. Me fui a mi cuarto y escribí un largo poema que se llamaba “Los héroes de Trelew”. Volví al living y se los leí a mis padres. Creo que no entendían bien mis poemas o que no los tomaban en serio. Me dijeron que les había gustado mucho.
Yo estaba tan conmovida por esa “ideología que postulaba un mundo sin ricos ni pobres” que mi entusiasmo me hizo cometer un error: al domingo siguiente se lo leí también a la madre de Lucía, la mujer del almirante. Cuando terminé de leerlo, el silencio era tan largo que me agarró un ataque de
tos. La madre de Lucía se dio media vuelta y se fue a hacer otra tetera, dijo. Lucía me miraba con los ojos inyectados de rabia.
--Esas son las ideas que te meten en la cabeza en la casa de Ana --me dijo.
--No hablé con ella. Hablé con mis padres.
--¿Y me vas a decir que tus padres te dijeron todo eso que pusiste ahí?
--No, nena. Me dijeron lo básico.
--Ahora mamá se lo va a contar a papá y no vas a poder seguir viniendo los domingos --dijo Lucía como si no ir más a su casa fuera un castigo para mí. Lucía tenía un aire de superioridad que yo le conocía desde que la había escuchado hablar de los suboficiales. “Los monitos”, les decía. Ese domingo me fui de su casa un poco avergonzada, y sintiéndome monita.
A Ana nunca le conté nada. También empezaba a avergonzarme mi amistad con Lucía. El incidente del poema "Los héroes de Trelew” fue un fin de la infancia, un despertar a una nueva comprensión de ese mundo violento y fanáticamente apasionado que nos tocaba, y en el que seguiríamos creyendo que la única solución a tantas injusticias era que los ricos no fueran tan ricos como para que los pobres no fueran tantos y tan pobres. Era bastante obvio, por otra parte.
En los dos años que siguieron no fui más a la casa de Lucía, y a la de Ana empezamos a ir muy seguido, ya más grandes, ya entonados con los primeros alcoholes, ya más interesados en las charlas con su hermana Lila, que nos hacía escuchar a Quilapayún.
En la clase, todos los días de esos años, Lucía se sentaba en un pupitre de adelante y Ana y yo en uno de atrás. Ni nos saludábamos. La tensión fue sin palabras pero haciéndose más filosa, como la época. Hacia fines del 74, un día cualquiera, de la nada, con la profesora de Geografía a punto de irse del aula, Lucía vino desde adelante hacia nuestro pupitre y golpeó con un puño la madera mirándola fijo a Ana.
--A ver qué decís de tu hermana ahora --dijo y se fue.
Con Ana nos miramos y agarramos los portafolios, caminamos apuradas doce cuadras y llegamos a su casa, de donde Lila se habíaido hacía poco con su novio a vivir a otra parte. Nos enteramos por la madre de Ana que habían allanado esa mañana el departamento donde vivían, que lo habían desmantelado, ni las sábanas habían dejado, y que Lila y su novio habían sido detenidos y estaban en la comisaría del centro.
Poco después a Lila la trasladaron al penal de Olmos y allí estuvo tres años, hasta que pudo salir directo a Ezeiza para viajar a México. Nunca pudimos confirmarlo, pero por aquel arranque de rabia de Lucía, y por la información que nos dio con ese golpe en el pupitre, siempre supimos que la denuncia la había hecho el almirante.
(*)Para Página/12