Teniendo en cuenta que rusos y ucranianos comparten una historia común que se remonta hasta el siglo IX, es decir hace unos mil cien años, hablar de la “guerra” actual es centrarse en un capítulo más de un largo camino recorrido juntos entre los pueblos eslavos. Un sendero que a veces fue llano y cubierto de armonía y en otras oportunidades plagado de conflictos y complejidades, como ahora.
Para dar alguna precisión a la frase anterior, digamos que La Rus de Kiev fue el primer escenario que compartieron las tribus eslavas orientales, hacia el 862 de nuestra era y se mantuvo hasta el 1240, cuando se produjo la invasión mongola. Desde entonces, lo que hoy denominamos “rusos” y “ucranianos” fueron y volvieron, se encontraron y desencontraron, casi siempre influidos por cuestiones externas a sus propios desarrollos.
Por eso no se debe aceptar a la ligera el término de “invasión” cuando se habla de la operación militar especial que Moscú puso en marcha el 24 de febrero de 2022. Tampoco hay que dejarse llevar por los “análisis” exprés que los “especialistas” ventilan por los medios masivos de comunicación, sobre todo de la Argentina que -salvo muy contadas excepciones- practican el veletismo, una disciplina muy cómoda para estar en la dirección en la que soplan los vientos de las grandes corporaciones de la información, que ya se descubrió, patean a favor del Occidente imperial.
Yendo al conflicto actual
Repasemos: luego del golpe de Estado de 2014, que derrocó al gobierno legítimamente elegido por los ucranianos en 2010, comenzó una expansión de la OTAN rumbo al este, que mirando desde Ucrania, significa Rusia. El capanga de la Alianza Atlántica, o sea Estados Unidos, pretendía instalar en Ucrania bases con armamento nuclear sobre la frontera rusa. Esto llevó a que el régimen golpista y fascista de Kiev se sintiera elegido, mimado y protegido por las potencias occidentales, que nunca le dieron la jerarquía de integrante de la OTAN, pero sí lo utilizaron, y lo siguen haciendo, como su perro de caza para atacar Rusia.
Ante esto, la Federación de Rusia declaró absolutamente inaceptables los planes occidentales y comenzó a trazar las primeras “líneas rojas”. Luego vinieron los acuerdos de Minks, que hubieran servido perfectamente para evitar la escalada militar, sin embargo, Kiev, bajo el paraguas de sus vecinos europeos y de su padrino norteamericano, nunca cumplió con una sola letra de lo firmado. Durante ocho años, Ucrania se fortaleció, sus Fuerzas Armadas alcanzaron el nivel de preparación de la OTAN y empezó a acaparar importantes suministros de armas. Grandes ejercicios militares conjuntos entre las tropas de Kiev y las occidentales anunciaban que el clima bélico se pondría cada vez más espeso.
Por su parte, el gobierno ucraniano fue incorporando elementos nazis a sus estructuras oficiales y auspiciando además a grupos autónomos -como el batallón Azov- claramente identificados con el ideario hitleriano. Estas formaciones militares fueron las fuerzas operativas que hostigaron, mataron y desplazaron a los pobladores del Donbass, un territorio habitado por ucranianos que hablan el idioma ruso y se identifican con su “Madre Patria”, es decir, Rusia. Precisamente, el objetivo manifestado por Moscú hace un año, cuando sus tropas cruzaron las fronteras, fue proteger a esas regiones. “Desnazificar” fue el verbo que empezamos a escuchar entonces.
Postura lamentable
Hoy -empujados por el aniversario- muchos se preguntan por el desenlace del conflicto, por las posibilidades militares que cada parte tiene en ganar la guerra. Eso es totalmente secundario, aunque hay que tener en cuenta que Rusia perdió pocas guerras y Occidente menospreció las capacidades de Moscú incluso para esquivar el efecto de los inagotables paquetes de sanciones económicas.
No se trata de una resolución binaria, de uno u otro, pues este entuerto atraviesa al planeta entero. Se trata de la posibilidad de avanzar hacia un mundo más seguro, habitable, sano, justo, fraternal y equitativo o de retroceder hasta una situación de sometimiento absoluto por parte del imperio occidental que no para de empujarnos hacia el Armagedón, abriendo las puertas del infierno nuclear.
En este sentido, la posición argentina, acompañando la resolución condenatoria de la ONU hacia Rusia de la semana pasada es lamentable. Condenar la “invasión del territorio ucraniano por parte de Rusia” o exigir la “retirada inmediata” de las tropas rusas de Ucrania, es no entender nada de qué se trata todo esto o -peor aún- es estar del lado de los peores. La Cancillería, a cargo de Santiago Cafiero, reafirmó “su compromiso con los principios de soberanía e integridad territorial de los Estados y los derechos humanos, ejes permanentes de la política exterior de nuestro país”. Algo que los Estados Unidos y el resto de sus potencias aliadas jamás pusieron en práctica. ¿O hace falta acercarle al Canciller la lista de invasiones estadounidenses en todos los rincones del mundo?