Corría el año 1940, y en Europa se estaba viviendo uno de los conflictos más impactantes, la Segunda Guerra Mundial. Alemania, dominada por Hitler, estaba aliada con Italia, al mando de Mussolini, y ambos estaban en guerra contra los aliados –Francia, Inglaterra, entre otros-. En un pueblo de la isla de Sicilia, la más poblada del Mediterráneo, en Italia, vivía una niña de 4 años, en el pueblo de San Michele, que poco se imaginaba lo que estaba por vivir. “Nos encontrábamos mamá, papá y yo en casa, habían puesto la radio y tronaba la voz de Mussolini donde decía que se unía a la guerra”. Juana Iannizzotto, vivió la guerra en primera persona, con su padre, Antonino Iannizzotto, en el frente de batalla. “Mi papá quedó pensativo, mirando al vacío, mamá andaba por la casa sin saber a dónde iba”. No se esperaba otra reacción frente a tal situación.
Pasaron los días, y Juana viaja a Catania, en Sicilia, a visitar a su abuela paterna, “Mi papá va a la casa de la abuela y le dice que se había enrolado voluntario para ir a la guerra. Mi abuela empezó a llorar y a decirle ‘no, cómo vas a ir a la guerra, tenés dos hijos‘“. Sin embargo, el padre de Juana podría no haberse presentado, ya que era bombero, y por esa razón estaba exento de ir a la guerra. Pero fue de todas maneras.
“Llegó el día que papá se va en tren, lo acompañamos. En la cola del tren nos saludaba con la mano y trataba de sonreír, pero nosotros estábamos muy tristes”, cuenta Juana, melancólica. “Cuando llegamos a casa, a mí me pareció que la casa era más grande, sentí como un vacío”, explica.
Los meses pasaban y Juana seguía en Sicilia, acompañando a su madre y extrañando a su padre. Para ese entonces, los efectos de la guerra se empezaban a sentir, “Mi mamá todas las semanas hacía una horneada de pan, y ya empezábamos a racionar, todo el día nos tenía que durar el pan”. Más adelante, en ese mismo año, nació su hermana, Rosaria Iannizzotto.
De vez en cuando, Juana iba al correo a recibir cartas de su padre, y la situación no era para nada agradable. Mujeres llorando por sus maridos que habían caído en el frente de batalla, y cartas que nunca llegaban. “Iba con mi mamá al correo, y en una tarima se subía un ‘carabiniere’ –policía- que daba la correspondencia de los soldados. Ahí ya iba toda la gente y se escuchaba ‘tal soldado desaparecido’ y sentías los gritos de las mujeres, de las mamás que lloraban”. Sin embargo, Juana no recibía cartas siempre que iba al correo, pero cuando lo hacía, llegaba una correspondencia que decía ‘Io sto bene’ –yo estoy bien-, lo que calmaba la preocupación de su familia.
Llega el 1943 y en el pueblo ya era notable la guerra pero, según Juana, la gente colmaba de “solidaridad”. “A la gente que vivía en la ciudad le era más difícil sobrellevar la situación, porque escaseaba todo”. Sin embargo, al vivir alejada de la ciudad, podía estar “un poco mejor”. Así, si escaseaba algún alimento, se realizaban trueques. “Si en otoño había mucha castaña, níspero, uva y otra fruta de estación, el que tenía mucho hacía un trueque, por lo que siempre teníamos cosas para comer, y la pasábamos un poquito mejor que la gente de la ciudad”.
Ya en ese año, según Juana “se notaba tanto” la guerra, que Italia “iba retrocediendo cada vez más”, y en la ciudad sólo había mujeres, niños y ancianos. Pero para ese entonces, Juana y su familia dejaron de recibir cartas de su padre, sólo recibieron una especie de tarjeta en inglés con su nombre. “Sabíamos que mi papá manejaba un camión de guerra en el norte de África, y cuando recibimos esa tarjeta nos dimos cuenta que había sido tomado prisionero, y llevado al sur de Inglaterra”.
Para mayo de ese año, se corría la voz de que podían bombardear los aliados, por lo que la gente que vivía en el pueblo tuvo que irse al campo. “Dormíamos a cielo abierto, un cielo estrellado, limpio, siciliano”. En ese momento, estaba la cosecha del trigo, y cuando ya estaba todo cosechado “habían preparado una especie de círculo muy grande, que lo llamaban ‘laria’”. Por ese círculo, hacían correr a dos caballos por horas, para que quede todo triturado. “Una vez que ya estaba hecho, los campesinos esperaban que soplara un viento, que se llevaba la paja, y en ese lugar quedaba el trigo, limpito”. Luego, tomaban la paja y se hacían una cama con ella, donde encontrasen lugar, entre las piedras o debajo de un árbol.
Luego de un tiempo, volvieron a la ciudad, y Juana volvió al colegio, que había estado pausado por la guerra. Allí, Juana se enteró, por una amiga, que por la carretera pasaban los aliados en carros, arrojando latas de carne, galletas, bizcochos y el ‘tira que longa’, una especie de chicle. Juana, muy discreta, vuelve a su casa y encuentra un ambiente triste, con su madre taciturna y su hermano con los ojos llorosos. Sin embargo, tomó coraje, “Yo soy curiosa, y quería ir. Entonces le digo a mi hermano y me responde ‘acá ningún bizcocho ni ningún tira que longa’”, cuenta Juana. Pero sin hacerle caso a su hermano, fue a la carretera. Allí, se encontró con mujeres y niños que se abalanzaban sobre la mercancía, pero también había soldados que se asomaban, “Pasaban los soldados que habían sido tomados prisioneros, caminaban debajo de los carros, con las manos en la cabeza, tristes”, relata Juana, afligida.
Por la noche, era habitual sentir a los soldados pidiendo comida y tocando las puertas de las casas. “Mi mamá abría la puerta, eran dos soldados altos, que no hablaban italiano, pero decían ‘pane mamma’ -pan mamá-, y a mi mamá le parecía que era el marido, que estaba en la guerra”.
Pasó el tiempo, y Juana dejó de recibir cartas de su padre, y comenzó el colegio, en 1944, ya con 7 años. En la ciudad, mucha gente se había volcado a la religión, y la abuela de Juana tenía en su casa un habitáculo para que la gente llevara su silla y rezara. Además, Juana vivía cerca de la Iglesia principal del pueblo, la Iglesia Matrice. “En la Iglesia se sentían mujeres que lloraban, con llantos desesperados, era muy triste”.
Al llegar el 1945, la guerra continuaba, y se sentían aviones, que a veces despedían soldados en paracaídas. Un día, Juana fue a la Iglesia y todo era distinto. “Sentimos las campanas que sonaban a fiesta, algo raro, porque siempre sonaban como si hubiera muerto alguien. Un toque era una mujer, y dos toques era un hombre. Pero esa vez, era una campanada como si fuera domingo de pascuas”, cuenta Juana emocionada. Tantas eran las campanadas, que el cielo se había cubierto de pájaros que volaban, y las mujeres afuera lloraban y se abrazaban de alegría. Había terminado la guerra.
Pero eso no era todo, porque al finalizar la guerra, comenzaba otra, “la reconstrucción moral y material de un pueblo”, explica Juana. Al terminar la guerra, el país queda destruido, por lo que la gente decide irse al extranjero a comenzar una nueva vida, con esperanza. Juana decide venir a la Argentina, porque era donde vivía el hermano mayor de Antonino. Por ello, Juana se tomó un barco, sola, a sus 15 años, y vino a la Argentina, donde la esperaba su padre. Con el dinero que ganaba trabajando, lo enviaba a Italia, para que así pudiera venirse su hermana y su madre. “El barco en el que yo venía tenía que llegar a Buenos Aires un 9 de Julio, pero acá es una fiesta patria impostergable”, explica Juana. De manera que el barco se tuvo que quedar un día en Montevideo. “En el día paseamos con la gente que me hice amiga, como te ven jovencita, te amparan. Me gustó la ciudad, la gente andaba mucho en bicicleta, y eso me hacía acordar a Europa”.
Cuando Juana llegó a Chacabuco, al casarse con Emilio Aprile, observó que las mujeres del barrio tenían el hábito de juntarse en la vereda mientras hacían la comida para la noche. Se reunían, tomaban mate y charlaban entre ellas. “Me gustó porque la gente era más simple, había mucha simpleza, como en todos los pueblos, se relacionaban de una manera más llana”.
Esta es la historia de mi abuela, una mujer fuerte que pasó por situaciones que uno nunca se hubiera imaginado, y hoy estoy muy orgullosa de ella, y de ser parte de su familia.