Un viejo solo
Don Martín ronda los setenta y cinco. Tiene el pelo cano y la expresión triste. Está sentado en el banco de quebracho, debajo de los fierros que quedaron del farol principal de la Estación. De a ratos se levanta y camina hasta el borde del andén. Mira a un lado y al otro, reniega y murmura.
Vuelve a su asiento. Se pasa la mano por la cara, apoya la cabeza sobre la palma y el codo en la pierna. Viste un viejo pantalón de trabajo gris oscuro, una camisa celeste con el cuello gastado hasta las entretelas y un chaleco de lana marrón, muy usado, tejido a mano. Los zapatos baratos, acordonados, combinan cuerina y un paño que supo ser azul.
A pocos metros está el típico cartel armado sobre dos columnas de cemento pintadas a la cal, que soportan el travesaño negro, con letras blancas. “La Oriental”, dice. Don Martín deja el banco, al pasar frente al cartel toca el asiento de la bicicleta arrimada y vuelve a acercarse al borde. Los pastos altos no dejan ver gran cosa. Frunce el ceño y vuelve a renegar.
En la vereda de enfrente, desde la ventana del boliche, dos puebleros miran hacia la Estación. Conversan entre ellos y cuando el mozo se acerca lo meten en la charla.
-¿Don Martín viene todos los días? –le pregunta el más joven-.
-No –dice el mozo-. Pero no baja de dos o tres días a la semana.
-¿Cuánto tiempo habrá sido Jefe de Estación? –le pregunta el mayor -.
-Una pila de años –dice el mozo-. Cuando lo nombraron andaba cerca´e los 40 y estuvo hasta que se jubiló, cuando cerró el taller y todo eso… ¿Qué les traigo?
Alguno de los dos pide las ginebras de siempre y el mozo se va.
- Estuvo hasta el final, ¿no? –le pregunta el muchacho a su compañero de mesa-.
-Sí, eso sí. Como nosotros –afirma el otro-. Yo también estuve hasta el final. Tu viejo no porque bueno, pobre… Mirá: Don Martín debe haber visto parar al último tren que cargó agua en “La Oriental”.
-¡No me diga! Mi viejo se murió a tiempo me parece, que dios me perdone…
-¿En qué año murió tu papá?
- ¿Mi viejo? En el 91…
-Pobre Lauro. El fue mi foguista mucho tiempo. Yo era maquinista. Me bajaba, desenroscaba la manguera y la enchufaba a la locomotora. Después abría la canilla grande y durante media hora, ponele… A veces un poquito más… la máquina cargaba agua.
-Y ese rato pasaban con él… –dice el pibe que conoce el cuento de memoria-.
El mozo hace ruido con los vasitos de la ginebra sobre la mesa. El mayor continúa narrando con idéntico entusiasmo. Por momentos quita la vista del rostro del muchacho y se manda a mirar hacia afuera, hacia la Estación, hacia el cielo y de vuelta a la Estación:
-Yo bajaba con el foguista, a veces era tu viejo, a veces el pelado Gómez… Mientras se hacía la carga íbamos al baño, y eso, y después entrábamos a la oficina del Jefe.
-¿Y qué hacían?
-Don Martín era un amigazo. Amigo del trabajo, porque él no era de acá. Era de Junín. Ya tenía la pava puesta en el calentador y el mate preparado. En el invierno una ginebra sabía tener también. O una caña quemada. Dulce…
-Y, ¿de comer? ¿nada? –apura el muchacho-.
-Si, pero más tu papá, casi siempre tenía algún bizcochito que tu mamá le agregaba en el repasador. Se armaba la ronda y contábamos cosas. De los gente de los pueblos, que no salían en el diario.
El mozo se va arrimando a la mesa. Se queda cerca.
-¡¿Quién iba a decir?! ¿no? –piensa en voz alta-. Lo que iba a pasar, digo…
-Menos que nadie don Martín –dijo el mayor-. Él quería al Ferrocarril como a su casa, como a su familia.
Enfrente, don Martín abrocha los botones de su saco de lana y camina unos pasos… Toma la bicicleta y la hace rodar a su lado hacia la salida. Al pasar frente a la puerta principal, palpa la llave grande en el bolsillo derecho de su pantalón. Deja la mano quieta allí por un momento, mientras los pliegues de su rostro se aprietan unos con otros y vuelve a entristecerse. Mira el hueco que dejaron las hojas de la puerta, que alguien arrancó. Las bisagras rotas, herrumbradas. El acceso a su oficina, tampoco tiene la puerta y deja ver -en una de las paredes antes blancas- la mancha marrón que pintó el humo del calentador, animado por el tiempo.
Cruza la tranquerita. En el alambre está florecida la campanilla. Se detiene y mira hacia la calle. Los que están en el bar se quedan con la vista clavada en él: cuando los mire le harán un gesto. Y él va a aceptar, porque no tiene apuro. Sólo sabe que no se puede ir. Sólo sabe que tiene que esperar. No sabe cuánto: en cualquier lugar le da lo mismo.
*Licenciada en Psicología. Ensayista, periodista radial y colaboradora de Cuatro Palabras.